Si hay algo en lo todos podríamos estar de acuerdo es que después de 5 años del estallido social, estamos peor.
Nuestras ciudades siguen mostrando los signos de la destrucción a pesar de los esfuerzos por pintar los muros y recuperar la infraestructura dañada, pero hay templos, museos y bibliotecas que siguen evidenciando el paso de la violencia irracional que se apoderó del país.
Las demandas sociales expresadas con ocasión de las protestas y marchas pacíficas siguen sin ser atendidas en salud, educación, trabajo, vivienda. Sólo en pensiones hubo un progreso con la PGU, pero la reforma de fondo sigue empantanada.
El sistema político perdió estrepitosamente en dos oportunidades la posibilidad de dotarnos de un nuevo Pacto Social: la porfiada incapacidad de construir la “casa común” se selló en profundos fracasos de la izquierda y la derecha.
La economía no logra salir del estancamiento. El crecimiento del 1.8% que se proyecta para la próxima década nos condena a la mediocridad y a la incapacidad de cualquier gobierno que sea para dar respuesta a las justas demandas sociales. Salir del piloto automático para reemprender una ruta de crecimiento y equidad parece un reto imprescindible pero sin actores disponibles a conducirlo.
En este clima, los ciudadanos y los partidos que apoyaban las manifestaciones -incluso las violentas- del estallido, hoy le quitan el apoyo y reniegan de lo que solo ayer proclamaban. Sólo las policías y las fuerzas armadas parecen haber recuperado el prestigio que perdieron esos días aciagos.
Y los chilenos, fascinados por la belleza de la juventud y los discursos de moda sobre el malestar, creyeron que todo estaba mal. Chile de ejemplo de desarrollo en la región latinoamericana pasó a ser “el peor país del mundo”, el más desigual, el más corrupto, el más contaminado, el más enfermo mentalmente, el que no tenía derechos sociales, en una palabra, el neoliberal.
Olvidaron que en Chile la educación pública es una tradición viva desde los orígenes de la independencia, la salud pública creó el Servicio Nacional de Saluden 1952, la vivienda social se empujó desde la creación de la Corvi en 1953; olvidaron también que en los últimos treinta años el país había disminuido la pobreza desde un 40 al 8% y que la clase media pasó desde un 23% en 1990 a un 64% en 2015. En pocos años pasamos de país sumido en la pobreza y el endeudamiento a acariciar el sueño del desarrollo.
Pero, como en otras oportunidades, nos disparamos en los pies: los acuerdos políticos que permitieron avanzar pasaron a ser sinónimos de “cocina”; la disposición al diálogo como equivalente a falta de convicción; la transversalidad fue descalificada como “el partido del orden”. Y entonces vino el Estallido y algunos acariciaron, no la idea del desarrollo, sino de la revolución.
La cosa interesante es que los chilenos de hoy parecen pensar que el estallido social y la Convención Constitucional que lo siguió fueron la culminación de un gran equívoco: No fueron 30 pesos, fueron 30 años, fue la consigna que resumió el descrédito de la democratización del país y la condena a los años de la Concertación.
Hoy Chile puede despertar del error. Resurge en la ciudadanía una nueva valoración de aquellos años estigmatizados, negados por sus propios protagonistas auto flagelantes que se sumaron al relato destructivo que criticaba el pasado desde su convencimiento de su propia superioridad moral.
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