Cuando en 1980 un grupo de estudiantes de provincia aleonados por su profesor de filosofía quemó las urnas en la oficina electoral de la localidad campesina de Chuschi, en Ayacucho, los peruanos, que mayoritariamente desconocían la existencia de ese poblado, miraron el hecho como algo curioso y extraño al sentir mayoritario del país que en ese acto electoral estaba recuperando la democracia después de años de regímenes militares. Pocos se dieron cuenta que estaban siendo testigos del inicio a una tragedia que asoló al Perú durante dos décadas saldándose con más de sesenta mil muertos y desaparecidos.
En nuestro país, en mayo del 2022, un nuevo crimen, el séptimo de este año, se ha cometido en la Araucanía. El asesinato del comunero mapuche Segundo Catril en una emboscada contra un bus de trabajadores forestales provenientes de Tirúa. La CAM y su líder se lavan las manos. Declaran no ser responsables; su llamado a la resistencia armada, según su peculiar criterio, no tiene nada que ver con los muertos que quedan en el camino.
Es lo clásico de la violencia política y de los movimientos armados de ultraizquierda. Nunca a sus ojos son responsables ni mucho menos culpables, pero la huella de dolor y muerte que dejan a su paso es más contundente que cualquier excusa y los traumas que dejan perduran por generaciones.
La violencia política parece haberse instalado en nuestro país como una realidad fáctica, más allá de los discursos que la puedan motivar y sin importan quienes sean los que gobiernen.
No extraña ver que quienes glorificaron hace solo meses a los grupos violentos, como los “delantales blancos” o anteayer “los capuchas” o “la primera línea” se muestren hoy confundidos y desorientados, buscando fórmulas de birlibirloque para no asumir que esta vez es su gobierno y su proyecto el que está en la mira de la violencia.
Cuestionar en la práctica las instituciones, los instrumentos y el monopolio del Estado para el uso de la fuerza y las armas conduce a dejar a la población inerte a merced de los violentos. La proliferación de grupos armados con motivaciones políticas excluyentes o delictuales, que imponen en las calles, en las poblaciones o en los campos su propia ley en perjuicio de todos aquellos que no participan de sus redes o su ideología puede llegar a resultar intolerable para las personas y fatal para los gobiernos.
Ninguna agenda social o tributaria podrá tapar la realidad de la violencia y de la inseguridad. Esta se vive con inmediatez, en un aquí y ahora indignante que remueve las convicciones de las personas más progresistas y bien intencionadas. Ya se sabe a qué lugar conduce la violencia y no es precisamente al país de derechos que sueña el proyecto de nueva constitución.
La violencia política en que estamos inmersos no es reactiva ante las injusticias del mundo. No, se trataba en el pasado y sigue tratándose de la opción por la violencia como método, una violencia organizada y sostenida que sustituye a la política como medio para lograr un fin. Regalarle un barniz de legitimidad empatándola con la “violencia institucionalizada” o leerla comprensivamente como reacción de los oprimidos es “alimentar al monstruo”.
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Hoy, la emoción dominante en la sociedad es el miedo. Miedo a la delincuencia, miedo al crimen organizado, miedo a que terminemos devorados por el narcotráfico, miedo a los inmigrantes. Miedo y más miedo.