En los últimos días, varios han recordado al exdelegado presidencial para la conmemoración de los 50 años del Golpe, Patricio Fernández. Uno de los objetivos expresos de la gestión de Fernández era combinar una reflexión respecto de las causas y consecuencias del quiebre democrático, con un llamado de atención sobre la fragilidad, desafíos y amenazas a la democracia contemporánea. Es decir, memoria y futuro. Mirar por el retrovisor los horrores de la dictadura con el objeto no solo de recordar y demandar justicia, sino también de renovar el compromiso con la resolución pacífica de las diferencias políticas, por irreconciliables que parezcan, ahora y siempre.
La salida de Fernández es historia conocida. Fue exigida principalmente por los familiares de las víctimas y el llamado mundo de los Derechos Humanos. Ganó la memoria. Pero el relato de futuro quedó cojo. Aunque la estrategia del gobierno trasciende a su coordinador, quedó la sensación de que la conmemoración de los 50 años tenía que estar centrada en la inmundicia moral del Golpe, con su estela de dolor e impunidad, y menos en el establecimiento de criterios comunes entre los actores políticos chilenos, teniendo a la vista el panorama de erosión democrática global.
Nunca fue tarea fácil habitar ambos espacios. Excesivos guiños al futuro serían criticados por olvidar la verdadera razón de la conmemoración: los dolores del pasado, las deudas de la justicia, la necesidad de reparación. Una crítica parecida a la que recibieron los publicistas del NO en 1988. Pero estos últimos sabían que las campañas se ganan apelando al futuro y ampliando la convocatoria. Fernández también lo sabía: la exclusiva apelación a la memoria no solo dejaba fuera a la cultura derechista sino a las nuevas generaciones que no cargan con el trauma de la experiencia autoritaria, las mismas que en las encuestas relativizan la incondicionalidad democrática.
La percepción de la derecha -y según recientes sondeos, no solo de la derecha- es que Boric se decantó por hablarle a su tribu, olvidando el empeño original. Esto era especialmente importante para el presidente. Su lote no vivió la dictadura y adquirió conciencia política bien entrada la democracia. El mundo de la memoria y los DD.HH. nunca lo vio como uno de los suyos.
Boric entendió que este era el momento ideal para construir un lazo indestructible entre dos generaciones discontinuadas de la izquierda chilena. Ni el amarillo, ni el traidor, ni el liberal, sino el aliado de las víctimas, el azote tardío de los milicos cobardes, el allendista impenitente.
En este escenario, el llamado “Compromiso de Santiago” quedó medio descontextualizado. Su tenor es impecable y convocante: más allá de las opiniones que cada uno tenga de las razones que desencadenaron el 11 de septiembre de 1973 -el punto que costó la salida de Fernández-, insiste en que todos los participantes del juego democrático entiendan religiosamente que nada justifica la vía violenta al poder, y que ningún gobierno constitucional puede ser interrumpido a través de mecanismos extra-institucionales.
Nada en el texto ofrecido por el gobierno puede ser sinceramente objetable por los partidos de la derecha. No glorifica a Allende ni demoniza a Pinochet, no escarba heridas del pasado. Como reconoció Gloria Hutt, la pataleta de su sector tiene poco que ver con el fondo. Le están pasando la cuenta a Boric por ponerse bélico, por tocarles la oreja, por bypassearlos…y porque pueden.
En su defensa, el presidente podría decir que le tocó una derecha más cabrona de lo habitual. Los últimos resultados electorales y la mala racha del oficialismo la tienen envalentonada. Hace diez años, los jóvenes de la derecha “liberal” firmaban una declaración que condenaba por igual las violaciones a los DD.HH. y el Golpe de Estado, sin bemoles.
Hoy, la derecha “sin complejos” se da el gustito de releer la resolución de la Cámara que sentenció la suerte del gobierno de la UP, mientras una de sus diputadas le baja el perfil a la violencia sexual de la represión. En otras palabras, el presidente situado más a la izquierda del mapa desde el retorno a la democracia tuvo que administrar el relato del quiebre ideológico más dramático de nuestra historia frente a la oposición con el centro de gravedad más a la derecha posible. Peludo, por donde se le mire.
Pero para esos están los presidentes, los líderes, los estadistas. Tienen la capacidad de jugar por arriba. Lo ha demostrado el propio Boric. Una vez que “habitan el cargo”, como se hizo de moda describir, entienden que la verdadera lealtad está con el torneo y no con los colores del equipo. Esa es la definición de un demócrata. Y esa idea subyacía a la estrategia inicial de La Moneda. Es la misma idea encarnada en el spot de los balcones (#DemocraciaSiempre): aunque sus puntos de referencia son pretéritos, su mensaje es incluyente y mira hacia adelante. A pocos días del 11, el presidente aún está a tiempo de volver al futuro.
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