Sabíamos que la coalición oficialista, preocupada por las proyecciones electorales que dan una mayoría a la oposición, quería desincentivar la participación electoral de chilenos y extranjeros. Su idea original era volver al voto voluntario en forma subrepticia eliminando la multa por no votar. Se sabe que el voto voluntario favorece a los extremos y a los grupos políticamente más organizados. El sueño del oficialismo era volver al escenario que hizo que Boric y Kast pasaran a segunda vuelta con apenas algo parecido del 20% del voto voluntario (que en realidad representa apenas el 10% del electorado potencial).
Naturalmente, la reacción opositora y de la opinión pública ante la inédita maniobra a solo días del cierre de la inscripción de las candidaturas, maniobra que destruía los estándares de probidad y buenas prácticas que han caracterizado los procesos electorales en el país, fue rechazar con contundencia la iniciativa. El gobierno arriesgó una nueva crisis institucional que podría haber terminado muy mal. Es claro que la desesperación electoral es mala consejera para un gobierno que se sabe minoría.
El veto que presentó finalmente el presidente incluyó una multa para todos los electores, chilenos y extranjeros, tal como lo ordena la Constitución. Sin embargo, la voluntad de desincentivar la participación electoral de los ciudadanos se hizo nuevamente patente a través de la idea frustrada de excluir de la obligación de votar a la población mayor de 70 años, un sector que claramente es crítico del actual gobierno, y del hecho de reducir la multa por no votar a su mínima expresión. Al gobierno no le preocupa la legitimidad de las autoridades electas, solo le preocupa no vivir un nuevo desastre electoral.
El problema, no obstante la solución de última hora que aporta el veto presidencial, es mucho más de fondo.
Tiene al menos dos características que lo hacen muy preocupante: la primera es que el veto explícitamente propone normas para la elección de octubre, pero deja abierto el tema de la obligatoriedad del voto para las próximas elecciones parlamentarias y presidenciales.
En otras palabras, el problema volverá. Ciertamente no es normal que el país deba redefinir las reglas electorales para cada evento. Lo lógico y lo que corresponde a un país serio es que las reglas electorales sean estables y no sujetas a la conveniencia del gobierno de turno. Son prácticas propias del chavismo y del populismo latinoamericano cambiar las reglas a conveniencia del autócrata.
El segundo aspecto preocupante de este episodio es que los chilenos creíamos estar lejos de esas prácticas inconstitucionales y de los resquicios legales de mal recuerdo, pero vemos con gran preocupación que tanto el frente amplio como el PC y -vaya, quien lo diría- el socialismo, vuelven a inclinarse ante la tentación de sacrificar la democracia a su entera conveniencia. La deslealtad con la democracia no es nueva desgraciadamente, la vimos en 2019 con la validación de la violencia y en la Convención Constitucional con su proyecto radical, de manera que no parece recomendable bajar las manos en espera de la discusión sobre el sistema electoral que volverá a abrirse el próximo año.
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