Todos los partidos y sus liderazgos comprenden la trascendencia de la Constitución. De hecho, esa es la razón por la que unos convierten su abolición y reemplazo en un fin político en sí mismo mientras otros la defienden hasta la agonía. Sin embargo, ni los que han hecho del cambio constitucional su fetiche ni los que han intentado todo por evitarlo, se enfrentan a la próxima elección con la carta fundamental en mente. Así, cada vez que se les consulta, sea de manera fontal o velada, los actores principales tiran sus cartas pensando en los próximos 30 días y no en los próximos 30 años.
Como bien han apuntado algunos analistas de la plaza, la contienda electoral que se dirime el próximo 7 de mayo no se ha trenzado en las diferentes posturas respecto a la relación entre lo público y lo privado; entre focalización y universalidad; ni en las formas y límites del Estado.
Y es que para nadie es un misterio que la elección en ciernes es recibida por los partidos como un nuevo gallito entre fuerzas que aún no han definido su peso relativo ni su política de alianzas y esto ha propiciado que, a la usanza de los lances en tiempos del sistema electoral binominal, los verdaderos adversarios de la próxima elección no estén en la vereda del frente sino dentro del espacio al que se aspira representar.
La suma de estallido; triunfo de la primera alianza de izquierda desde el retorno a la democracia; apruebo de entrada y rechazo de salida, ha generado un estado de entropía generalizada en el mapa político, logrando que, tanto para las agrupaciones nuevas como para los viejos tercios del sistema, casi todo lo sólido se haya desvanecido en el aire.
En solo 4 años, hemos visto el ascenso definitivo de una nueva generación política; la conformación de una alianza de izquierda con la centroizquierda (hegemonizada por los primeros); el auge y caída de la epifanía constituyente de esas fuerzas y el retorno de la generación llamada a retiro por las fuerzas emergentes derrotadas.
En medio de ese vaivén, una derecha que ha retomado el aliento perdido, tras el precipicio en el que la dejó el segundo gobierno de Piñera, ha logrado relevar sus temas (orden, seguridad, autonomía individual, nacionalismo, etc.) en el centro del debate dentro de los mismos espacios en los que hasta hace poco campeaban las disidencias, autonomismos y dignidades.
Y hoy los mismos Julios César que blandían verborrea por los desplazados, se inflaman por la desprotección de los autos de marca. Esta contrarrevolución, sin embargo, no tiene padre claro y los principales detractores del cambio constitucional se han propuesto convertir la elección del 7 en su prueba de ADN.
En efecto, ya es un lugar común hablar de la amenaza republicana para la hegemonía de la derecha. De forma equivalente a cómo el Frente Amplio apanicó a la ex Concertación mientras eran oposición, el período post electoral amenaza con convertir cada acercamiento de Chile Vamos al gobierno para avanzar en reformas de mediano o largo alcance en un callejón oscuro en el que serán acusados de todo tipo de entreguismos y falta de convicción.
Por contrapartida, el peso relativo que alcance Apruebo Dignidad y sus partidos dentro del nuevo mapa post-electoral podría estimular una nueva la fase de rebarajes al interior del oficialismo, reactivando la disputa entre superioridad moral y pureza versus capacidad de gestión y experiencia política. De más está decir que, en un escenario como ese, la posibilidad de acuerdos legislativos con la oposición podría convertirse en el jamón de un sándwich entre panes extremos.
Así las cosas, ni el régimen político, ni la forma del Estado, ni los derechos sociales serán los principales afectados tras la elección de esta semana, sino las mucho más pedestres reformas previsional, tributaria y de salud, cuya suerte quedará amarrada a los reacomodos en la política de alianzas y contenidos que los partidos definan pensando en la próxima elección… CONTINUARÁ.
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