Importante, para entender algo, es la larga batalla intelectual que ha habido en Rusia entre “occidentalistas” y “eslavófilos” o “rusófilos”. Parte en el siglo diecisiete, si no antes. Eran más o menos occidentalistas Pedro el Grande (1672-1725) y Catalina la Grande (1729-1796). En épocas más recientes, lo fue Gorbachov: Margaret Thatcher decía que su caída se debió a que no era suficientemente ruso. Pero Yeltsin era más ruso que nadie y también era occidentalista. Y lo era Putin: hacia 2000 quería que Rusia estuviera en la OTAN.
A Putin no lo tomaron en serio y, despechado, a la vez que alarmado por la expansión de la OTAN, y las revoluciones en Ucrania en 2004-5 y 2014, se volvió violentamente rusófilo y nacionalista, insertándose en la vertiente anti-occidental que siempre ha habido en su país.
Aparte de pensar que Rusia es especial, distinta, única, ¿qué es lo que buscan estos nacionalistas anti-occidentales? Desde ya, creen—siempre lo han creído– que Ucrania no existe porque es parte de Rusia. Lo explica Putin en un largo ensayo “Sobre la histórica unidad de rusos y ucranianos”, que publicó en julio de 2021. Putin, mal informado, no se daba cuenta de lo contenta que está una mayoría de ucranianos con la independencia ganada en 1991. Pero más impactante aun es el odio contra todo Occidente que hoy albergan Putin y los nacionalistas. Es un odio que tiene autores intelectuales curiosos pero influyentes. Por ejemplo los filósofos Ilya Ilyin (1883-1954) y Aleksandr Dugin (1962- ).
Según Ilyin, muy citado por Putin, Dios cometió un craso error al crear al individuo, porque en ese acto fragmentó su propia unidad. Solo Rusia, país inocente, puro, bañado en la santa religiosidad ortodoxa, y capaz—el único país que lo es—de una “política total”, puede corregir el error, unir los fragmentos y así redimir el mundo.
De acuerdo con Dugin, de ideas muy parecidas, el mal de Occidente se debe a que siempre ha endiosado a la razón, al individuo, y a reglas que frustran la voluntad. Por ejemplo, reglas como las del estado de derecho. Con los escolásticos hasta la fe fue sometida a la razón, y con William of Ockham (c.1287-1347), Occidente sucumbe a un nominalismo fatalmente atomizador. Se disgregan las categorías. Al individuo lo arrancan de todas sus pertenencias: de su tribu, su comunidad, su religión, su familia y su nación. Absurdamente, para proteger a ese exiguo individuo, limitan el poder del Estado y del gobierno, e invocan derechos humanos individuales, cuando los únicos legítimos son los colectivos. Se plantea además que hay una verdad objetiva a la que se pueda aspirar. Dugin es un abierto apólogo de la noticia falsa. Según él, la propaganda bélica rusa no tiene por qué ceñirse a una verdad que no existe y que occidente tampoco respeta. En cuanto a la libertad, para él no es nunca individual si no colectiva. Así la entiende el ruso, dice él, gracias a su noble vocación colectivista. El ruso entiende que somos libres solo cuando aceptamos el lugar que nos toca en el colectivo que por definición nos trasciende.
Muchas de estas ideas constituyen un rechazo a la modernidad entera. Recuerdan las de nuestros decoloniales. También en su feroz anti-liberalismo se nota la influencia de ese Carl Schmitt tan querido por algunos de nuestros intelectuales anti-liberales de izquierda o derecha.
¿Cómo se sale de este lúgubre neofascismo teocrático? ¿Cómo desciende Putin de este tétrico Olimpo y su culto a la muerte? El gran desafío de Occidente y de Ucrania es el de encontrarle una escalera para que se baje antes de destruirse y destruirnos.
Para eso hay una clave en la misma obra de Dugin. Según él, es tiempo que el mundo se vuelva multipolar; que Occidente—sobre todo el de habla inglesa—abandone su afán unipolar. No sé si ese afán existe, pero si los rusos lo creen, habría que asegurarles que su anhelada multipolaridad es razonable, concediéndole a Rusia, o a lo que ellos llaman Eurasia, el estatus de polo potente que añoran. Todo sin arriesgar que el sufrimiento de los ucranianos haya sido en vano.
Vaya el desafío.
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