El Ministerio de Educación, por una mezcla de displicencia, sobredosis de ideología, soberbia profesional (“soy profesor”) y un mal manejo comunicacional, está bajo asedio.
Después de meses de un trato preferencial inusual para un ministro de Educación por parte de la ciudadanía (Según Cadem, Ávila cuenta con cerca de 50% de apoyo), la publicación de los datos de deserción educacional (50.000 estudiantes abandonaron el sistema escolar, diez mil más que el año 2019) causaron conmoción en la opinión pública.
Desde ese punto, los cuestionamientos a su gestión comenzaron a sacar a flote las deficiencias que gran parte de la comunidad preocupada del tema ya había advertido: un plan de recuperación educacional desfinanciado e insuficiente, propuestas de “cambios de paradigma” que exudan excentricidades académicas sin viabilidad política alguna, una metodología de “robo hormiga” para desmantelar el sistema vigente (intentos fallidos por la eliminación del Simce, evaluación docente, Liceos Bicentenario, etc.), la promesa de condonación del CAE que significaría gastar prácticamente la totalidad de la (supuesta) reforma tributaria, una ineficiencia legislativa preocupante (el ministro comenzó su gestión anunciando tres proyectos de ley significativos, pero no ha presentado alguno).
Todo esto podría ser descartado como una crítica desde la oposición, y sería cierto, si no consideráramos el manifiesto descontento de las Universidades Estatales ante el comportamiento ministerial, pues la tierra prometida estatista, de la que mana leche, miel y recursos públicos basales, no aparece en el horizonte. La senadora Provoste ha hablado de “desolación”. Quizás esa última palabra basta.
Ante la crítica, el ministro ha desestimado la gravedad del asunto (según él, Uruguay está peor y ello debiera confortarnos) y emitido cuñas incorrectas (“Todos los recursos del Ministerio de Educación están enfocados en la revinculación”). Pero durante estas dos o tres semanas de cuestionamientos – la Secom debe haber tomado nota – no se ha presentado algo concreto. Con una excepción: el llamado del ministro a la sociedad civil a colaborar y “ponerse detrás” del Ministerio en la recuperación educacional.
Recurrir a la sociedad civil parece una opción desesperada ante la imposibilidad de responder a la bola de nieve que fue creciendo. No parece creíble que el mismo sector que despreció la preocupación de los colegios particulares subvencionados ante su total omisión en el borrador constitucional rechazado, que sistemáticamente ha avalado e impulsado la discriminación en favor de la educación estatal contra la particular subvencionada, que idolatra las universidades estatales y comunica a las privadas que su rol público es casi semántico, ahora pretenda abrirse a escuchar a otros. Obviamente el Ministerio cuenta con la billetera estatal y las temidas superintendencias bajo su control, así que es probable que el miedo alinee al mundo privado con apoyo estatal. Pero no hay que engañarse.
El rol de la sociedad civil en educación no es plegarse a llamados desesperados de una autoridad. Es protagonista principal del progreso del país, y su autonomía y libertad para llevar a cabo sus fines y principios de la forma que considere mejor es su principal activo. Ante el fracaso del Estado, su rol no debe ser plegarse a sus instrucciones sino seguir haciendo su trabajo y exigir al Estado que la libere de restricciones y regulaciones absurdas. Su rol debe ser exigir a la autoridad una agenda legislativa y reguladora que amplíe su rango de acción, que les permita diferenciar sus proyectos educativos, y obviamente, que les permita cumplir sus objetivos. Solo la acción libre y autónoma de la sociedad civil nos ayudará a enfrentar la crisis. Y que el Estado se ponga detrás de ella, no al revés.
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