Ya en febrero de este año era evidente que el viento estaba cambiando de dirección. Al cumplirse seis meses de la inauguración de la Convención Constitucional, las líneas de intención de voto del Apruebo y el Rechazo se cruzaron por primera vez. Hasta febrero, había liderado el Apruebo, a pesar de todos los incidentes anecdóticos que habían rodeado el proceso (desde lo de Rojas Vade a los cánticos y disfraces variopintos que pasaron por el palco del pleno). Hasta febrero, la gente estaba dispuesta a “bancarse” a los constituyentes considerando que entonces eran la única garantía de una nueva Constitución.
Luego, llegó marzo. Allí, todo cambió. El Rechazo tomó la delantera y no la soltó nunca más. En retrospectiva, las razones de aquello parecen estar claras. Una de ellas es la fatiga que finalmente provocaría entre la gente la extravagancia de los constituyentes. Si en febrero los guitarreos aún eran aceptables, en marzo ya no. Con el comienzo de la votación de los artículos la tendencia se tornaría definitiva. Lo peor es que los constituyentes nunca se dieron cuenta. Siguieron adelante como si nada, como si no fuera un problema emitir sus votos desde la ducha o faltarle el respeto a los símbolos patrios.
Otra razón por la cual el Rechazo tomó la delantera va más al fondo del asunto: el contenido de la propuesta. En marzo, cuando se comenzaron a votar los artículos definitivos, empezó a quedar claro que la oferta de los constituyentes se desviaba significativamente de la demanda de las personas. Los constituyentes se estaban pasando de listos con sus propuestas, agregando tantas cosas como se les ocurrieran. El documento llegaría a ser uno de los más extensos del mundo, abriéndole la posibilidad a los votantes a encontrar al menos un buen artículo (de los más de cuatrocientos que se presentaron) que les permitiera rechazar con la conciencia en paz.
Lo que ocurrió no es solo un error de una mesa amateur sin experiencia política ni capacidad de negociación o conducción. Es también un problema de tino generalizado. Los constituyentes nunca se moderaron. Confiaron en que las comisiones los moderarían, que el pleno moderaría a las comisiones y que el comité de armonización moderaría al pleno. Pero nada de eso ocurrió. De hecho, ocurrió todo lo contrario. Cada instancia cristalizó a la anterior, plasmando el voluntarismo y el extremismo de los constituyentes en un documento que cada día iría tomando más distancia de lo esperado.
Con el proceso avanzando a duras penas, asumiría el gobierno de Boric en marzo, intentando darle un espaldarazo al Apruebo, poniendo mucho de su capital político tras una opción que se movía en declive. Lo que muchos advirtieron como un riesgo, el gobierno vio como un deber: involucrarse para dar vuelta la carrera. Aquello no terminó bien, como ahora sabemos. En una especie de círculo vicioso, el gobierno y la Convención retro alimentaron su desaprobación, perdiendo apoyo y confianza paralelamente. El presidente acabaría siendo el mandatario con la aprobación presidencial más baja desde el retorno a la democracia.
Uno de los grandes errores del gobierno fue haberse vinculado al proceso constituyente. Sobre todo, sabiendo que las personas ya asociaban al oficialismo con la propuesta constitucional. Y con justa razón, si fue el Partido Comunista en conjunto con los colectivos del Frente Amplio los que dominaron el debate, y quienes tuvieron mayor tasa de éxito en la inclusión de ideas en el texto definitivo. Era evidente, entonces, que quienes desaprobaban del texto también acabarían desaprobando de quienes lo redactaron. Al involucrarse, el gobierno se despidió de toda posibilidad de tener una luna de miel, y de todos quienes abandonarían un barco recién zarpado.
El gobierno decidió apoyar al Apruebo no solo porque se alineaba con lo más profundo de su credo político, sino también por los beneficios políticos que le podría traer de vuelta. En marzo, el gobierno aún estaba bajo la impresión de que vendría una paliza al estilo del plebiscito de 2020, y que por lo tanto convenía ponerse al “lado correcto de la historia”. Pero no vio que debajo del velo, los chilenos ya se estaban moviendo en la dirección contraria. Y en vez de frenar para evaluar el riesgo de su estrategia, puso el pie en el acelerador y decidió intervenir en la medida de lo posible.
Finalmente, tuvo que despertar del letargo, pues ya en julio las encuestas internas no mostraban diferencias significativas con las encuestas públicas. Todas decían lo mismo: el Rechazo vencería. De hecho, eso explica la apertura gradual de Boric. Explica, al menos, por qué el presidente le pidió al oficialismo proponer una serie de cambios a la propuesta constituyente: sin ello no habría ninguna posibilidad de ganar. En cualquier caso, la situación no ha cambiado mucho: el gobierno entiende que el Rechazo es la opción favorita y que si gana el Apruebo será una sorpresa.
No hay una bola de cristal que anticipe lo que puede ocurrir en el plebiscito. Lo que sí se puede anticipar es lo que debe hacer el gobierno ante cualquiera de los dos escenarios. Y es aquí donde hay que separar el trigo de la paja. Pues, la lectura corta es que si pierde el Apruebo, pierde Boric. Pero aquello no es enteramente cierto. Es cierto porque es verdad que, de algún modo, la elección es un plebiscito sobre la gestión de Boric -el mismo presidente quiso que fuera así- cuando decidió permitir la intervención de su gobierno en la elección. Pero no es enteramente cierto, porque el Rechazo también le puede traer beneficios.
Si gana el Rechazo, es verdad que será una derrota para Boric, pero será una derrota transitoria. Si el presidente maneja bien los tiempos, podrá reducir los costos de la paliza, tomando el toro por las astas y conduciendo el debate político hacia un nuevo proceso constituyente, más representativo y más fructífero. Un borrón y una cuenta nueva. Si gana el Rechazo, el presidente deberá aceptar la derrota, aceptar las críticas, pero también se le exigirá moverse hacia adelante. Toda crisis es una oportunidad, y está parece ser una oportunidad perfecta para justificar la crisis. Si gana el Rechazo, Boric podrá retomar el control de la agenda.
Si gana el Rechazo, el presidente podrá ocuparse de lo que verdaderamente importa y más encima le suele resultar bien: la negociación política. Si gana el Rechazo, podrá ofrecer un camino de salida. Podrá ser propositivo y constructivo. Podrá gestar el camino definitivo hacia una nueva y mejor Constitución. Si gana el Rechazo, Boric no tendrá que hacerse cargo de la papa caliente que salió de la Convención. Pero si gana el Apruebo, tendrá que hacer justamente eso: hacerse cargo de un documento que viene con serios problemas, y de una coalición que interpretaría la victoria del Apruebo como una señal de que no hay que hacer cambios.
Es contraintuitivo, pero es cierto. Si gana el Rechazo, también gana Boric. Quizás el proceso resulte en una Constitución que no le guste tanto al presidente como la que se propone ahora, pero al menos será una Constitución nacida de un proceso democrático, y más representativo de la población en su totalidad. Más importante, le permitirá al presidente retomar el control de la agenda y hacerse cargo de lo que prometió en su campaña presidencial. Si gana el Apruebo, en cambio, Boric resumirá su mandato bajo una Constitución con serios problemas, y ad portas de entrar en un pantano político del cual no existen salidas conocidas.
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