A continuación, a dos años del resonante triunfo del Rechazo a la propuesta elaborada por la Convención Constitucional, ofrezco cinco lecciones que nos dejó el 4S.
La política es conflicto, nadie pretende negarlo. No somos amigos ni tenemos los mismos intereses. La democracia enfrenta posiciones, a veces irreconciliables. Cuesta llegar a acuerdos. Pero la Convención Constitucional llevó la adversarialidad al extremo.
Desde el primer día, se puso como tarea explícita la reivindicación de los grupos históricamente oprimidos o invisibilizados, y denunció a los representantes del privilegio. Siguiendo vagamente la tesis agonista de Chantal Mouffe, la mayoría de la Convención entendió la herramienta constitucional como un espacio de suma cero donde unos ganan y los otros pierden, donde la legitimidad se construye a partir del triunfo de las mayorías sobre las minorías.
Pero las constituciones no son para propinar derrotar definitivas ni humillantes al adversario ideológico, sino para identificar principios compartidos y mínimos comunes. Siguiendo vagamente el liberalismo político de John Rawls, son para fundar la legitimidad sobre el consenso. Todo bien con Mouffe en la política ordinaria que se desarrolla en el Congreso, pero el error fundamental de la izquierda que lideró la Convención -error que luego repetiría la derecha que lideró el Consejo- fue su incapacidad para cambiar el switch a Rawls en la constitución.
Un paper perdido del académico Gabriel Negretto previo al estallido social sugería que las asambleas constituyentes son malas ideas porque sus integrantes se creen el cuento de que representan la voluntad soberana y trascendente de la nación. Es decir, cuesta bajarlos del pony. Por lo anterior, la mayoría se engañó pensando que la inédita correlación de fuerzas de la Convención representaba fielmente la diversidad ideológica de los chilenos, con una derecha encogida a su mínimo histórico. Con ese diagnóstico equívoco se lanzó a refundar las instituciones.
Luego del triunfo relativo de Kast en la primera vuelta de 2021, los más vivos captaron que se trataba de una correlación de fuerzas tan frágil como contingente. Pero entonces, en vez de ajustar el rumbo, pensaron que era mejor aprovechar un escenario que difícilmente se repetiría. No calcularon que había plebiscito de salida y la marea ya había cambiado fuera del ecosistema interno. A nosotros se nos pasó el paper de Negretto, que debimos haber leído al diseñar las reglas.
Se suele decir que la derecha no lee. Puede ser. Pero la izquierda tampoco. Al menos, no leyó nada de lo que ocurrió en todos los países del mundo donde las fuerzas progresistas exageraron la nota identitaria. Esto no quiere decir que las reivindicaciones feministas, indígenas o LGTBQ no hayan tenido justificación normativa.
Pero era obvio, de obviedad absoluta, que despertarían la reacción de las identidades residuales, es decir, de aquellas que no se sienten parte de ninguna de estas adscripciones. No de los grandes poderes económicos, como piensan algunos, sino de los propios chilenos asustados de la proliferación de derechos paralelos que pugnan con su noción intuitiva de igualdad ante la ley. No de Vitacura, sino de La Florida, Cerro Navia y Peñalolén. Desde la victoria de Trump, hay ríos de tinta que documentan el cultural backlash, como le llaman los gringos. Curiosamente, salvo honrosas excepciones que insistieron en el viejo universalismo de la izquierda ilustrada, aquí a nadie se le ocurrió que podía una ser una estrategia arriesgada.
La derecha sacó cuentas alegres después del 4S. Algunos especularon con la inauguración de un nuevo “clivaje” en la política chilena, capaz de reemplazar la fisura tectónica que dividió a Chile en 1988. Por primera vez desde entonces volvían a votar todos los chilenos. Esta vez, sin embargo, la correlación de fuerzas favorecía a la derecha que se cuadró con el Rechazo.
El resultado del Consejo Constitucional parecía confirmar la tesis: 62 para la derecha, 38 para la izquierda. Embriagado por las buenas noticias, un alcalde del sector habló de congregar a los chilenos de “buena voluntad” que conformaban ese inédito 62%. Era cosa de consolidar la súper-coalición del Rechazo, incluyendo por supuesto a las vedettes de la fiesta: Amarillos y Demócratas.
Sin embargo, meses después, la súper-coalición naufragó estrepitosamente al perder el plebiscito de salida del 17 de diciembre: apoyaron la propuesta sabor Republicano del Consejo Constitucional y los chilenos castigaron su babélica arrogancia, devolviéndolos al 44% del 1988. La inmensa mayoría que amasaron en el 4S se esfumó, y con ella la importancia relativa de Amarillos y Demócratas.
Algunos perdidos han querido celebrar el hito con una agenda legislativa patriotera que llamaron el “Fast Track del Rechazo”, aunque en realidad se parece mucho más al fracasado “Fast Track del A Favor”. No sabemos si la izquierda chilena aprendió de sus errores, pero esta derecha demuestra haber aprendido poco.
¿Dónde se jugó la elección? ¿Cuál fue el elemento desequilibrante? ¿Dónde se dibuja la fractura? Más allá de los problemas de haber encarado el trabajo de la Convención desde una mirada excesivamente adversarial, lo que redujo la lista de aliados a la hora de ratificar la propuesta, y más allá de que los estudios empíricos apuntan a la “plurinacionalidad” como el argumento más frecuente para rechazar, es interesante interpretar qué representaban las tribus en competencia.
Así como en 1988 Eugenio Tironi hablaba de la fisura democrática/autoritaria (dependiendo del voto NO/SÍ, respectivamente), alguien esbozó que la fisura de 2022 fue Septiembre vs. Octubre (dependiendo del voto Rechazo/Apruebo, respectivamente). Para estos efectos, Octubre es: me da vergüenza Chile, su estado neoliberal cómplice de los abusos, genocida de Mapuches y macho violador, por eso la bandera negra y la necesidad redentora de expiar los pecados a través de un amor nuevo, de un anhelo refundacional que coquetea incluso con cambiar algunos emblemas nacionales. Literalmente, otro Chile.
Septiembre es el vértigo al cambio, es el miedo a la inestabilidad, mejor viejo conocido que bueno por conocer, es el amor a la patria con todos sus defectos, es la santísima trinidad dieciochena: rodeo, Te Deum y Parada Militar, es la tradición y la autoridad, el puro -y no pluri- Chile es tu cielo azulado, son las banderitas tricolores en el pupitre de los convencionales que Publimetro calificó de “provocación”. Por supuesto, en esto hay mucho de caricatura y brocha gorda, pero entrega una idea gráfica de lo que estuvo en juego. El Apruebo perdió porque la izquierda tuvo muchas ganas de cambiar Chile, y en el camino perdió contacto con todo lo que nos gusta Chile.
A primera vista, la menos importante de las consecuencias del 4S, pero la que tiene mayor envergadura práctica. Nos salvamos de una pesadilla administrativa de proporciones bíblicas. Si a esta gobierno inexperto le ha sido difícil lidiar con una agenda archiconocida como seguridad y economía, hágase la idea de lo que habría significado redibujar todo el mapa político-burocrático del país. Imagine la cantidad de nuevos órganos y nuevas funciones. De legislación transitoria. De reglamentos desiertos. De contiendas de competencia. De heridos en el camino. De inversiones apretando cachete. De clínicas y colegios preguntándose qué pueden hacer. De un entramado mayor de instituciones entrando a pabellón, sin saber si salen convertidas en Frankenstein. Mejor no imaginar.
Más de alguno en La Moneda lo ha comentado. El día a día es demasiado pesado y la agenda demasiado adversa como para ponerse creativos con rediseños estructurales y fantasías creacionistas. Menos romántica pero más auspiciosa es la teoría de la evolución, que hace la pega casi imperceptiblemente y nos evita el estrés de un big bang jurídico. Mejor no imaginarlo. Tenemos suficiente con unos pinches audios.
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