Cinco años después del estallido social, es mucho más fácil interpretar lo que sucedió, por qué ocurrió y cuáles han sido sus consecuencias. Quizás en medio del humo de las iglesias incendiadas no se veía mucho, pero ahora, con la Plaza Baquedano despejada, la visibilidad es perfecta: todo lo que ocurrió bajo el alero y como resultado del estallido social fue para peor. Nada de lo que pasó a raíz del estallido social hizo al país mejor o más fuerte de lo que era antes del 18 de octubre de 2019.
La crisis de seguridad, la inflación sostenida, la desaparición de puestos de trabajo, el incremento de la inmigración ilegal, la fuga de capitales, la disminución de la inversión extranjera, la degradación de la reputación diplomática, la caída de los puntajes Simce, el aumento de la deserción escolar, el hundimiento en el ránking de la libertad económica y el incremento del terrorismo son todos, de una forma u otra, corolarios del estallido.
Y aunque es verdad que hay una línea argumentativa que sostiene que todo aquello puede ser atribuido al Covid, la verdad es que todos los demás países (inclusive los más comparables, los de la región) que pasaron por la pandemia no solo se han repuesto, sino que están, en promedio, mejor que antes. Este no es el caso de Chile. Chile hoy está peor de lo que los peores pronósticos auguraban antes del fatídico 18-O.
Por lo mismo, es imposible no señalar a los promotores y a los defensores del proceso como responsables materiales de este retroceso. Si no fuera por quienes defendieron la violencia como mecanismo legítimo para el cambio social, Chile no estaría donde está. Si no fuera por ellos, el orden se hubiese impuesto al caos, la política se hubiese normalizado al poco andar, y el país se hubiese encauzado con certeza, pero naturalidad.
A pesar de la versión oficial, esto último está internalizado por los chilenos, que hoy, cinco años después, repudian el estallido. En retrospectiva, la mayoría siente que fueron guiados como ovejas a pastar, solo para darse cuenta de que el destino final era un peladero vacío en medio de la nada. Con el tiempo, ni los promotores ni los defensores del estallido podrán apoyarlo, pues los hechos, respaldados en mil imágenes, son ya casi indefendibles en público.
A cinco años del estallido, urge pensar no solo en la destrucción inmediata que este trajo, sino también en las secuelas que vivirán de forma permanente en la sociedad. Para empezar, es obvio que hay un punto de quiebre con “la forma de hacer política”. Si bien antes del estallido, Chile no se encontraba en el mejor de los lugares, la posibilidad de agachar la cabeza, conceder y cerrar acuerdos aún era posible.
Hoy, predomina la política del “todo o nada”. Con la llegada de la nueva generación, y su nuevo gobierno, se abrió la guerra de las mil trincheras, donde todo se batalla a muerte. Quien está al mi lado está conmigo, y quien está enfrente de mi está en contra. Es una mentalidad que ha degradado al país. Al preferir al amigo por sobre el más capacitado, hordas de inútiles han logrado escalar a tomar decisiones que han afectado la vida de millones para peor.
Si antes el problema era el nepotismo, hoy el problema es el amiguismo. El problema es que la red de amigos que controla el Estado lo hace pensando en su propio bienestar, y no el de la sociedad. Sin capacidad técnica ni visión de largo plazo, pero con el libro Das Kapital bajo el brazo, el amiguismo le ha abierto la puerta a la corrupción, al fraude y la estafa. La diferencia es que el botín ya no es solo para la familia, es también para los amigos.
Otra secuela del estallido social es la dejación. Una vez canjeado el premio, las promesas hechas en la calle primero y en los debates después, desaparecieron. En el papel, se dijo que vendría un nuevo Chile, un Chile mejor, más justo, más digno, con más oportunidades, y mejores prospectivas. En la realidad, el gobierno que resultó vencedor en base al discurso de la dignidad ha dejado el boliche sin atención.
No ha logrado pasar ninguna de sus grandes reformas por haber hecho mal el trámite (de forma demasiado rápida y ambiciosa o desmedidamente lenta e insípida). Lo mismo le ha llevado a culpar a otros (famosamente, “es culpa del gobierno anterior”) y moderarse por fuerza. Esto, a su vez, le ha llevado a la complacencia, y a celebrar la moderación y la pausa. Hoy, el gobierno no es ni la sombra de lo que se pensó que podría haber sido.
Quizás lo que mejor demuestra este asentamiento forzado son los hechos que rodean el caso de Manuel Monsalve. Pues, tras conocerse la acusación es evidente que el “primer gobierno feminista de la historia” pasó a ser uno más de los que están bajo la media. ¿Cómo es posible que un principio declarado como intransable por el gobierno haya tardado tanto en ser atendido? ¿Cómo se explica la dilación?
Es increíble que ni la ministra del interior Carolina Tohá, ni la vocera Camila Vallejo, ni la ministra de la mujer Antonia Orellana salieran a defender a la víctima en las primeras horas de conocerse el caso públicamente. Claramente no puede ser un gobierno feminista si los castigos asociados a las reglas implícitas del movimiento son solo aplicables a quienes son opositores políticos.
Siguiendo adelante, la tercera consecuencia del estallido social es un estado de márketing político constante, donde todo es venta. De los panfletos en plaza Italia, vinieron mil promesas de gobierno, de los cuales ninguna se cumplió. Es la era del marketing político, donde todo es forma y nada es fondo. Si no es un jingle con coreografía, es un tiktok, y si no es un tiktok, es un tweet pagado.
Las secuelas del estallido eventualmente pasarán: la crisis de seguridad se acabará, los precios de las viviendas volverán a niveles razonables, y el país retomará la senda del crecimiento. Pero no gracias a quienes usufructuaron del estallido, sino que, gracias a la providencia, que paradojalmente permitió que el único cambio permanente de la era apareciera en forma de catarsis.
El estallido social consolidó al modelo. Consolidó la “Constitución del 80”, a las AFPs, las Isapres, e incluso al TAG que se necesita para pagar las autopistas concesionadas. Consolidó lo que sacó a Chile de la pobreza y lo hizo un ejemplo de desarrollo en el mundo entero. Quizás esto último sea lo único que pueda rendir algo de satisfacción en una historia cuya verdad ha sido atrapada en laberintos de humo.
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