Se dice que las manifestaciones sociales son espontáneas, que los colectivos son transversales en ideología y que no son organizados por grupo político alguno o no responden a intereses partisanos.
Sin embargo, y aun cuando tal vez parte de aquellas afirmaciones pueda ser cierta, en Chile un observador empírico advertiría que, al menos en lo que se refiere a las grandes movilizaciones “espontáneas”, éstas surgen con mucha fuerza -y en son de ardiente protesta- cuando gobierna la derecha e hibernan cuando gobierna la izquierda.
El silencio ensordecedor de los llamados grupos feministas en el caso Monsalve es un ejemplo claro. Acá no se trata de hacer juicios anticipados ni de vulnerar el principio de presunción de inocencia. Se trata de advertir que ninguno de estos grupos, altamente articulados y organizados, ha sido capaz de levantar la voz, hacer performances (como acostumbran) o protestar, por el alarmante desempeño del gobierno en este asunto.
Las autoridades, conociendo la gravedad de los hechos que se imputan (lo que es claro tras hacerse pública la declaración del presidente de la República ante el Ministerio Público), decidieron mantener en su cargo -en su posición de poder y de relación privilegiada con las policías- durante 48 horas adicionales, a la otrora autoridad, sin prestar asistencia alguna a la afectada, la que, a su turno, recibió amenazas y advertencias de funcionarios de la cartera de Interior.
La pasividad de estos colectivos contrasta brutalmente con la velocidad y vehemencia con la que reaccionaron en el caso Macaya, exigiendo al hijo del condenado su renuncia a los cargos políticos, protestando vehementemente en el frontis de la sede de la UDI y en redes sociales.
El hecho nos muestra cuán selectivo e ideológico termina siendo este movimiento en Chile, el que, ante los graves sucesos actuales, ha preferido omitirse, pasando por alto las responsabilidades políticas en la gestión de este caso.
Como contracara al ensordecedor silencio de estos colectivos, apareció una ruidosa carta firmada por un grupo de mujeres que, lejos de empatizar con la posible víctima, se involucraron, pero para defender, de la manera más inaudita, a una parte del gabinete. Las firmantes nos dijeron que culpar a las ministras mujeres por las eventuales ilicitudes cometidas por un hombre era injusto y machista.
Pero lo que es verdaderamente injusto, engañoso y, en último término, penoso, es querer tapar la irresponsabilidad política de altas autoridades (que, por lo demás, llegaron al poder catapultadas por las causas que enarbola el feminismo chileno), bajo el manto del machismo o de un supuesto ataque a su condición de mujeres, cuando nada de eso está sobre la mesa. Victimizar a las responsables en razón de su género es un insulto para mujeres y hombres que cumplen sus deberes día a día.
Lo que se reprocha a las ministras directamente involucradas es la seguidilla de decisiones erradas y las innumerables contradicciones y vacíos, que pugnan con el desempeño honesto del cargo, faltando con ello a la probidad en la función pública que la Constitución mandata, y la inacción respecto de la posible víctima.
Si lo que se busca es resguardar la investidura del Presidente de la República, con mayor razón las responsabilidades han de recaer entonces en sus colaboradores directos y de confianza como son los ministros de Estado implicados. Pero no ha sido así, nadie asume la responsabilidad política y menos renuncian por el interés, no solo del gobierno en que participan, sino por el del país que conducen.
Tampoco han surgido “espontáneamente” los clásicos grupos que suelen acusar de abuso a los llamados poderosos. Nuevamente, se los suele caracterizar como colectivos autónomos de lo político, que se manifiestan contra el poder y la dominación en general. Pero en este grave escenario, están silentes. Curioso, por decir lo menos. O acaso ¿Estos son sus principios, pero si no les gustan, tienen otros dependiendo de quién sea el acusado?
Por su parte, en Chile convergen una serie de fenómenos críticos que afectan día a día la vida de las personas. Aun cuando esto se arrastra por años, es innegable que la situación actual es deplorable. Sube todo menos la calidad de vida y el acceso a buenas oportunidades. Ha subido de precio el pan, los huevos, la luz y para qué decir del transporte público.
La informalidad campea y, con ello, la llamada precarización de las condiciones laborales. Asciende el narcotráfico y la violencia. Y, sin embargo, la “calle”, y las organizaciones estudiantiles y sociales, otrora siempre movilizadas, o “desobedientes civiles”, hoy parecen ciegas, sordas y mudas. Se dice que, a los agentes movilizados, sobre todo a los jóvenes, los mueve la frustración y la rabia causada por el pesimismo respecto a la capacidad de progresar del país y la falta de realidad de la meritocracia. Pero ¿Acaso no es ello cierto hoy? ¿Dónde están entonces?
Así, el mal llamado “malestar” pareciera que siempre se incuba durante los gobiernos de izquierda y aflora en los de derecha. Ello no tiene sentido si al mismo tiempo suponemos que los ciudadanos son cada vez más activos, empoderados y más horizontales en cuanto a su relación con la autoridad.
Por cierto, la expectativa o anhelo de que las demandas de la sociedad civil se canalicen institucionalmente es muy deseable (y no por la vía de interrumpir el libre tránsito y otras libertades, muchas veces acompañadas, además, de actos vandálicos y desórdenes que alteran el orden público). Esa madurez cívica, de manifestarse con respeto a las reglas de un Estado constitucional de derecho, es más que bienvenida. Pero, me temo, no es lo que sucede aquí.
Aquí lo que salta a la vista es el uso instrumental y político de ciertas causas y movimientos para servir propósitos ideológicos claros, con el ánimo deliberado de desestabilizar la gobernabilidad. Pero, por cierto, no de cualquier gobierno, sino de aquellos pertenecientes al sector político que a los flautistas de las marchas les resulta ajeno y hasta despreciable. Vaya manera de concebir la participación en democracia.
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