Mi abuelo recibió a comienzos de 1975 una extraña visita. Se trataba de un policía francés de civil que le anunció que pasaría con él muchas tardes. Mi abuelo era un exiliado chileno que se sentía a salvo en el país que lo había acogido. El policía le informó que esa sensación de seguridad no era del todo cierta.
Unos agentes del Estado chileno, junto con grupos de extremistas locales, habían comenzado extraños movimientos que el policía francés quería contrarrestar con su presencia. Tuvo éxito, y los agentes chilenos y sus aliados de extrema derecha dirigieron sus miras y sus balas hacia Roma, donde hirieron cobardemente a Bernardo Leighton y a su esposa, Anita Fresno.
Uno de los pocos privilegios del exilio es, supuestamente, apartarte de la venganza de los tiranos de tu patria. Esa inmunidad se rompe cuando la desesperación de algunas dictaduras las lleva a transgredir todas las reglas del derecho internacional y a cometer asesinatos fuera de sus fronteras. Esos atentados revelan lo que realmente asusta a las dictaduras, que se arriesgan con ellos a algo más que incidentes diplomáticos.
En el caso de la dictadura chilena, les obsesionaba eliminar a quienes pudieran conseguir que la Democracia Cristiana pactara con la izquierda. En el caso del régimen venezolano, parece asustarles quienes conocen desde dentro la trama de corrupción y chantaje que domina a las fuerzas armadas bolivarianas, único garante del poder de un gobierno que aún no entrega las actas de una elección que nadie duda que perdieron.
Lo que los desvela son los soldados, oficiales o exoficiales que podrían despertar a quienes no pueden dejar de ver que Maduro y Diosdado los están llevando al abismo. Les tienen sin cuidado los civiles; lo que les preocupa es que los militares se les subleven.
Ronald Ojeda pasó casi toda su vida adulta dentro del ejército venezolano. Durante casi toda esa vida no conoció más que a dos gobernantes: Hugo Chávez y Nicolás Maduro. No conoció más que la revolución bolivariana, estudiando y viviendo en el centro de ella, en un cuartel militar.
Misteriosamente, en lugar de callar los manejos oscuros que presenció, quiso denunciarlos. Quizás creía que la misión del ejército venezolano era defender a los venezolanos y no defenderse de ellos. Creó dentro del cuartel movimientos de disidencia que muy pronto lo llevaron a ser torturado en la cárcel de Ramo Verde, acusado de alta traición. De allí se escapó de una manera espectacular. Terminó en Lima, buscando en Chile el estatus de refugiado político, que finalmente consiguió.
Este estatus de refugiado político implica que el país que te acoge asume el deber de protegerte de la venganza del gobierno que te expulsó. El refugiado político convierte su vida fuera de las fronteras en un acto de protesta. Esto es lo que hace al refugiado político una figura sagrada e intocable: el hecho de que representa, fuera de las fronteras, una oposición viva y necesaria.
Todo el esfuerzo del régimen venezolano se enfocó, entonces, en negarle la condición de refugiado político a Ronald Ojeda. Algo que hicieron no solo con él, sino también con la mayoría de los venezolanos que han huido de un país donde ya no tienen lugar.
Refugiados, exiliados, fugitivos que el régimen supo mezclar sabiamente con una buena dosis de capos de bandas de crimen organizado que, sabemos ahora, serían también su policía política, su órgano de control. Un grupo de choque que obedecería directamente las órdenes de Diosdado Cabello, quien aparece en los medios llevando un mazo en la mano para castigar a quienes se salen de su orden o de su caos.
Ronald Ojeda pensó que Chile lo protegería de la pesadilla de la que escapó. La pesadilla de la cárcel de Ramo Verde, que es también la de la Dirección General de Contrainteligencia Militar, o los pasillos del Helicoide. No lo salvamos, no estuvimos a la altura.
La desorganización de la policía y la organización del crimen organizado llevaron a Ronald Ojeda a desaparecer en manos de falsos detectives, para luego aparecer muerto, sin sepultura, enterrado y torturado lo suficiente para que el mensaje quedara claro al resto del exilio venezolano: Diosdado sabe dónde están, Diosdado sabe qué hacen, Diosdado sabe qué quieren hacer.
Diosdado no va a dejar escapar a ninguno de sus enemigos porque él mismo no puede escapar, logrando el extraño récord de estar en casi todos los listados de los más buscados.
De confirmarse la trama en torno a la muerte de Ronald Ojeda, se confirmaría también que el gobierno venezolano ya no tiene nada que perder, que no le importa conservar ni siquiera una delgada apariencia de legalidad, y que se ha lanzado en una vertiginosa carrera por ver quién cae más bajo, enfrentándose incluso en La Haya a un gobierno lleno de jóvenes y no tan jóvenes que hace muy poco los admiraban públicamente.
Ronald Ojeda, por su parte, cumplió trágicamente con el juramento que fue el centro de su vida. Como soldado, dio su vida; como héroe, recuperó el uso de su nombre y su rango. En su última batalla perdió la vida, pero parece, de ser cierta la trama que lo persiguió hasta la sombra, haber recuperado por completo el honor.
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