El cientista político irlandés Peter Mair sostenía que los gobiernos modernos estaban tensionados entre sus deberes de representación (responsiveness) y de responsabilidad (responsibility). Los primeros están orientados a atender las demandas de la opinión pública, los segundos a respetar los límites que impone la realidad. Esta tensión, observaba Mair, es inescapable. Los buenos políticos son capaces de equilibrar ambos deberes.
En las semanas previas al estallido social, los ministros del presidente Sebastián Piñera hicieron gala de su (excesiva) responsabilidad. Les dijeron a los chilenos que el costo de los medidores inteligentes saldría de su bolsillo, ajustaron las tarifas del transporte de acuerdo a las exigencias técnicas, y reconocieron un encarecimiento en el costo de la vida, en casi todo salvo en los ramos de flores. De forma más o menos torpe, explicaron que las cosas son como son, sin espacio para torcer o endulzar la realidad con falsas promesas.
El resto de la historia es conocida.
La gente no se lo tomó bien. Salió a las calles y puso en jaque al gobierno, y de paso a la democracia chilena. Parafraseando a Mair, mucho de responsibility, poco de responsiveness. La ciudadanía ya estaba hasta el cuello de deudas. Los casos de corrupción en el mundo político y empresarial destapados en los años previos sirvieron de caldo de cultivo ideal para la rebelión plebeya: las elites la sacan barata, la cuenta la paga siempre el pueblo.
En las últimas semanas, en cambio, el ecosistema político chileno se olvidó del responsibility. Salvo honrosas excepciones, como el presidente Gabriel Boric (parece que la responsabilidad viene con el cargo), izquierdas y derechas pugnan por empatizar con lo que quiere y siente la gente, aunque lo que quiera y sienta la gente tenga pésimas consecuencias, o tenga escasa coherencia.
Ante el anuncio del aumento inminente de las cuentas de la luz, un alza justificada por compromisos que el propio mundo político asumió en su momento para no agitar las aguas del descontento social, parlamentarios —principalmente oficialistas— se han desplegado para evitar que los chilenos cumplan su parte del trato.
Por supuesto que a nadie le gusta pagar más.
Por supuesto que para muchas familias puede ser una complicación. Atender a eso es responsiveness. Pero a costa de hacerse olímpicamente los lesos respecto de sus acciones, a costa de hacerle creer a la ciudadanía que la pelota siempre se puede tirar al córner, a costa de infantilizar a los chilenos sugiriendo que las cuentas las paga moya. Es decir, no solo siendo irresponsables, sino que incentivando una cultura de irresponsabilidad.
Algo parecido ocurrió esta semana cuando la Cámara de Diputados discutió las eventuales sanciones del incumplimiento del deber jurídico de votar, un deber que ellos mismos promovieron, aprobaron y celebraron hace poquísimo tiempo. El voto sigue siendo obligatorio, concluyó la mayoría oficialista, pero no vayamos a molestar a los chilenos que decidan violar la ley. Es la incoherencia máxima, porque el voto obligatorio sin sanción (ni siquiera sanción débil) equivale a voto voluntario.
Algunos dicen que es una reacción del oficialismo ante la revelación de que la obligatoriedad favorece a la derecha. Dado el clima actual, parece más bien un temor reverencial a una ciudadanía con la epidermis sensible, como esos profesores que no se atreven a poner malas notas o aumentar la exigencia para no enemistarse con sus estudiantes.
Así, aterrados por la posibilidad de una nueva manifestación de descontento, la izquierda que alguna vez festejó el estallido social como expresión vibrante de involucramiento público y vitalidad democrática, se ha vuelto estallido-fóbica. No quiere saber nada del responsibility que gatilló el malestar en tiempos de Piñera, y por eso se refugia en la versión más cruda -e irresponsable- de responsiveness.
Esto es problemático porque el ejercicio de liderazgo político no consiste solamente en leer y seguir los dictados de la opinión pública, o del ánimo colectivo. La gente, generalmente, quiere todas las cosas buenas y nada de las malas. Quiere mejores pensiones para todos, pero siempre y cuando la cotización adicional vaya a la cuenta individual. Quiere mejores servicios públicos, pero sin pagar más impuestos. Quiere igualdad de oportunidades, pero no cuando pueden aventajar a los propios.
Los líderes políticos en serio buscan representar, sin duda, pero también buscan conducir y guiar. Muestran el camino, y movilizan a las personas a asumir los costos y las perdidas en aras de una visión común. Los líderes en serio nos hablan como adultos.
Podemos decir mil cosas negativas del liderazgo de Javier Milei en Argentina. No viene al caso repetirlas. Pero hay una positiva: entre tontera y tontera, les dice a sus compatriotas la verdad. No hay plata, hay que apretarse el cinturón, se vienen tiempos difíciles. Una verdadera osadía frente a un pueblo que se ha malacostumbrado a un populismo infantilizante que insiste en que la culpa siempre la tienen los otros. ¿Quién será en Chile el próximo político que hable con la verdad? ¿Cuándo se nos pasará la estallido-fobia para equilibrar representación con responsabilidad?
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