No sabemos qué consejos ha escuchado Boric acerca de cómo actuar frente al cincuentenario del golpe de Estado, pero no parece consciente de la necesidad de efectuar una conmemoración sobria, con sentido de Estado, que recuerde a las víctimas, evite reabrir las heridas del pasado y favorezca el entendimiento nacional. Todo apunta a que lo prioritario para él y su bloque es dejar su huella política en el aniversario, para lo cual están dispuestos a poner el aparato gubernamental al servicio de un relato que les ayude en su actual travesía.
El jueves 16 de marzo, en el contexto de su gira por Tarapacá, el mandatario visitó la fosa común de Pisagua, y anunció allí su decisión de implementar “un plan nacional de búsqueda” de los detenidos desaparecidos y ejecutados políticos durante la dictadura. “Desde el gobierno nos hemos comprometido porque nos desgarra el alma, no solo la humana sino la de la Patria saber que todavía hay quienes buscan a sus seres queridos (…) Ha pasado mucho tiempo. Va a ser difícil. El éxito es improbable. Pero tenemos el deber moral de no dejar jamás de buscar a quienes faltan, a quienes fueron asesinados por sus ideas y defender la libertad del hombre y la mujer de nuestra Patria”.
¿Qué es lo que realmente quiere hacer? ¿Enviará una ley específica al Congreso? ¿Está considerando constituir algo parecido a la comisión Rettig, creada en 1990 por el Presidente Aylwin? El país necesita saber en qué está pensando él exactamente, porque los eventuales desatinos en un ámbito tan sensible como este pueden tener efectos lamentables, como despertar expectativas sin base entre los familiares de las víctimas, y provocar luego mucha frustración y mucho dolor.
El ministro de Justicia, Luis Cordero, contó a fines de enero que, en el contexto de los 50 años, el Presidente le había entregado una instrucción sobre la tarea del ministerio en relación con las violaciones de los Derechos Humanos, la cual se resumía así: “toda la verdad y toda la justicia”. Es obligatorio preguntar en qué se traducirá tal instrucción. Los equívocos pueden ser muy costosos para nuestra convivencia, y simplemente desastrosos para el gobierno.
Los detenidos desaparecidos constituyen el capítulo más dramático de una inmensa tragedia. Se trata de más de 2.000 compatriotas que fueron asesinados por los agentes de la represión de Pinochet cuando ya se encontraban en condición de prisioneros, tras lo cual el régimen procuró borrar todo vestigio del crimen. Es difícil concebir mayor inhumanidad. Ello dio lugar a la memorable lucha de los familiares de los detenidos desaparecidos en demanda de verdad y justicia, la que recibió la progresiva solidaridad de amplios sectores y contó con el resuelto apoyo de la Iglesia Católica.
El país ha recorrido un largo y penoso camino respecto de las violaciones de los DD.HH. cometidas bajo la dictadura. Muchas personas dignas hicieron una gran contribución a la tarea de reivindicación moral del país en este ámbito, entre ellas numerosos abogados. Al cabo de tantos años, corresponde constatar que, entre las naciones que pasaron por experiencias parecidas de represión, muy pocas han conseguido logros comparables con los de Chile en cuanto a establecer la verdad, juzgar a los responsables y adoptar medidas de reparación.
Recuperada la democracia, no se dictó en nuestro país una ley de punto final que impidiera investigar. Los descendientes de las víctimas han ejercido plenamente sus derechos ante los tribunales. En ese cuadro, el Presidente está obligado a ser prudente. No puede hacer abstracción del esfuerzo civilizatorio efectuado por la sociedad. Y, aunque esté bien inspirado, tiene el deber de considerar las consecuencias que podría tener la utilización sectaria de un drama por el que la sociedad ya pagó un costo demasiado alto.
Desde que llegó a la Presidencia, el mandatario ha intentado dar un sentido épico a su gestión. No pocos de sus errores han respondido a la ansiedad por validarse en el cargo y protagonizar un cambio de rumbo de la nación. Ha sido notorio su afán por probar que él y sus cercanos van a enderezar lo que, a su juicio, estaba torcido desde hace 30 años, e incluso a limpiar los pecados de la historia de Chile.
El mesianismo ha sido el rasgo distintivo de la generación que llegó al poder sin estar preparada para ello. Es posible incluso que, al instalarse en el cargo, Boric se haya visto a sí mismo como un redentor que debía cumplir un mandato de trascendencia histórica. Su irreflexiva adhesión a la Constitución refundacional hace pensar que concebía dicho texto como el instrumento óptimo para materializar tal mandato.
Puede entenderse que el mandatario quiera sentirse parte de la batalla por los DD.HH. en los años duros, en la que no pudo participar por razones cronológicas. Tenía solo 5 años cuando, en 1991, el abogado Raúl Rettig le entregó al Presidente Aylwin el informe de la acuciosa investigación realizada respecto de las víctimas de la represión. Pero, cualquier actitud equívoca de su parte, que busque desvalorizar lo hecho por el país en este ámbito o reproducir los antagonismos del pasado, solo causará perjuicios.
La conmemoración de los 50 años no puede ser usada para revivir las viejas divisiones y fomentar un clima de odiosidad que dañe más nuestra convivencia, lo que podría estimular nuevos actos de violencia. Lo esencial es reafirmar la adhesión a la cultura de los Derechos Humanos y renovar la lealtad con los valores de la democracia para que Chile no vuelva a vivir una tragedia como la 1973.
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