Lo que estamos viendo es un triste reflejo del estado de nuestros partidos políticos y sus liderazgos. Incapaces de anteponer el interés general, han optado una vez más por proteger su cuota de poder. El Senado y la Cámara parecen más preocupados por demostrar su protagonismo, que por trabajar juntos en una reforma del sistema político robusta y coherente.
En el último tiempo, observamos las grietas de nuestra democracia liberal. La polarización, la fragmentación de los sistemas de partidos, la incapacidad de las instituciones para responder a las demandas ciudadanas, una creciente desconexión entre los liderazgos políticos y la ciudadanía configuran un panorama sombrío.
En este contexto, Chile no es la excepción. Se buscó reemplazar a cualquier precio el sistema electoral binominal e introducir uno proporcional excesivo, además en la negociación de aquel entonces, se permitió la rebaja de los umbrales para conformar partidos políticos. Todo esto concluyó en una mala combinación, que por un lado tuvo un Congreso más representativo, uno que también amplificó la fragmentación partidaria, debilitó las mayorías y complicó la gobernabilidad.
Por otro lado, la crisis de representación y legitimidad que enfrentamos genera liderazgos populistas. Los partidos, tradicionalmente han tenido la misión de canalizar y representar a las personas, están más divididos y desconectados que nunca.
A ello se suma una ciudadanía que se siente cada vez más cómoda en su mundo privado, está decepcionada con un sistema que no logra ofrecer soluciones efectivas a problemas tan importantes como seguridad social y el orden público. Ante este panorama, resulta imperativo reformar nuestras instituciones.
Sin embargo, en lugar de avanzar en una ruta consensuada hacia una reforma integral del sistema electoral y de partidos, el Congreso chileno nos sorprende, negativamente. Hoy, ambas cámaras discuten proyectos de ley distintos, pero con objetivos similares.
La Cámara propone una reforma que modifica la ley de partidos políticos para fomentar federaciones, disciplinar las bancadas y reducir la volatilidad política. Por su parte, el Senado debate una reforma constitucional que introduce umbrales electorales y penaliza con la pérdida del cargo a parlamentarios que abandonen el partido que los postuló. Si bien ambos proyectos abordan problemas reales, la coexistencia de iniciativas paralelas pone en evidencia un desorden legislativo alarmante.
¿Qué está ocurriendo en el Congreso? Por un lado, la Cámara apuesta por fortalecer la pluralidad al permitir que partidos pequeños y regionales sobrevivan a través de federaciones, una medida que busca un equilibrio entre representatividad y gobernabilidad. Por otro lado, el Senado, con una visión más restrictiva, parece inclinado a consolidar grandes coaliciones mediante umbrales electorales que excluyen a partidos que no alcancen un mínimo de votación nacional.
Estas propuestas, que podrían ser complementarias en un escenario ideal, terminan compitiendo entre sí. Este choque no solo refleja la falta de coordinación, sino que también expone una profunda desconexión en la manera en que nuestros legisladores entienden la crisis política.
La tramitación simultánea, es un síntoma de un problema mayor. En primer lugar, esta práctica prolonga innecesariamente los tiempos legislativos. Los esfuerzos por armonizar propuestas y encontrar un consenso pueden terminar retrasando la implementación de soluciones urgentes.
En segundo lugar, se corre el riesgo de que el resultado final sea una solución insuficiente o fragmentaria. La necesidad de reconciliar ambas iniciativas podría diluir los objetivos originales de cada propuesta, dejando en el camino aspectos clave para enfrentar la crisis de representación. Esto se traduce en reformas que, lejos de solucionar el problema de fondo, perpetúan la inercia institucional.
Además, este desorden genera confusión en la ciudadanía. ¿Cuál proyecto es el más adecuado? ¿Por qué las cámaras no trabajan juntas? Estas preguntas reflejan una percepción creciente de desconexión y desorganización en el Congreso, todo esto ocurre en un contexto de crisis de confianza en las instituciones.
Las diferencias en los enfoques entre ambas cámaras no solo complican el diálogo, sino que también intensifican la competencia política. Esto agrava el bloqueo legislativo, reduciendo aún más la capacidad de nuestros representantes para construir consensos y avanzar en reformas estructurales.
Lo que estamos viendo es un triste reflejo del estado de nuestros partidos políticos y sus liderazgos. Incapaces de anteponer el interés general, han optado una vez más por proteger su cuota de poder. El Senado y la Cámara parecen más preocupados por demostrar su protagonismo, que por trabajar juntos en una reforma del sistema político robusta y coherente.
El resultado es previsible: dinámicas de suma cero donde existirá un bloqueo mutuo. Continuaremos esperando reformas que les devuelvan la confianza en el sistema, mientras que los partidos, atrapados en sus propios intereses, profundizan la crisis de legitimidad. Lo que tenemos, lamentablemente, es un conjunto de actores descoordinados, más preocupados por preservar su espacio que por construir un sistema más fuerte y representativo.
Es cierto, este tipo de proyectos no es atractivo para las personas; son debates áridos y, a primera vista, parecen alejarse de las prioridades inmediatas de la ciudadanía. Sin embargo, son indispensables para la salud a largo plazo de cualquier democracia. Estas reformas, aunque técnicas y abstractas, buscan atacar problemas estructurales que, de no resolverse, agravan la desafección ciudadana, minan la legitimidad del sistema democrático, y alejan a Chile como un polo de inversión.
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