El próximo 11 de marzo se cumple el primer aniversario desde que Gabriel Boric llegó al poder de la mano de una coalición de izquierda hegemonizada por el Frente Amplio y el Partido Comunista, con un diagnóstico lapidario de la situación económico-social del país, desconociendo los avances innegables de los últimos 30 años y atribuyendo el “desastroso” estado de cosas a la incompetencia, corrupción, mendacidad y falta de compromiso de los gobernantes con la demandas y necesidades postergadas de la ciudadanía.
Un discurso demagógico y mesiánico, según el cual los problemas que aquejan a la sociedad solo se pueden resolver mediante cambios revolucionarios y el reemplazo generacional de la clase dirigente por otra con valores morales muy diferentes, superiores.
La llave maestra en este diseño refundacional era la nueva constitución que eliminaría los cerrojos diseñados para perpetuar al modelo neoliberal, constitucionalizando los aspectos esenciales del programa de gobierno, lo que le permitiría avanzar pese a no contar con la mayoría parlamentaria.
Naturalmente, el gobierno esperaba celebrar su cumpleaños con la nueva constitución ya promulgada, empoderado y negociando sus reformas estructurales desde una posición de fuerza con un oposición derrotada.
Nada más lejos de la realidad que enfrenta hoy. El destino quiso otra cosa y el aplastante triunfo del rechazo dejó sin piso político al gobierno.
Boric ya no es el mismo, cambió su discurso, gobierna con el PS, ha experimentado una “conversión republicana”, habla de la unidad país, tiene un ministro de Hacienda moderado cautelando el buen manejo de la billetera fiscal e incluso ha reconocido los logros de los 30 años de la Concertación.
No está en el ADN del presidente transar sus ideales, teme que los miles de ciudadanos que lo apoyaron se decepcionen de él por incumplir sus múltiples promesas y lo abandonen. Algo de eso podría estar comenzando a suceder pues la evaluación del gobierno y del propio presidente es pésima.
Si bien el presidente ha cambiado su tono original, aún no ha logrado encontrar otro capaz de mantener la mística y la adhesión entre sus partidarios ni menos conectar con la ciudadanía. Este es el debate en el que hoy está enfrascado el equipo político y, por primera vez, aparecen las fisuras, las dos almas que conviven dentro de la coalición de gobierno.
Justo cuando algunos pujan porque el gobierno se parezca más a la vilipendiada concertación, reaparece la versión 2.0 de los “auto flagelantes” encabezados por Jackson, Orellana y Vallejo que piensan que hay que avanzar sin tranzar; y los “autocomplacientes” Marcel, Toha, Uriarte que están conscientes de que el diseño original se agotó, que hay que ser eficiente y eficaz.
Fue la ministra Toha la primera que se atrevió a decir con toda sus letras que el programa y el diseño del gobierno había quedado obsoleto y que es el “momento de actualizar la promesa ante el pueblo de Chile, reafirmando el valor de la democracia.
De inmediato le salió al paso su colega ministra vocera de gobierno quien desde La Moneda dijo no estar por renunciar a los compromisos programáticos.
El pragmatismo, la sensatez y la responsabilidad son valores fundamentales, pero no tienen demasiada épica y en el Apruebo Dignidad son poco valoradas
Conducir un proceso de cambios en democracia requiere gran habilidad política, experiencia, conocimientos, trayectoria, redes transversales. Pero sobre todo un líder que se asuma como tal sin complejos, que tenga la intención de imponer su voluntad al interior del gobierno poniendo en juego su capital político.
En un principio el presidente fue ambiguo en este punto y hace rato que viene jugando al empate dentro de su coalición. Sin embargo, hay señales que el peso de la noche por la que atraviesa su gobierno lo está haciendo reflexionar. Se da cuenta que nada es más importante que la capacidad de gestión y que en esta vuelta está con la dupla Marcel-Tohá, la única que le ha mostrado resultados positivos que han mejorado un poco su situación en las encuestas; y que si no cambia estaría entrando en un callejón sin salida.
La metamorfosis de Boric en un líder empoderado para manejar una situación política y económica compleja – y enfrentar tendencias contrapuestas en el seno de su coalición – no será fácil porque hasta ahora no ha sido capaz de hacerlo.
Tendrá que renegociar con la ciudadanía su pacto de gobierno, explicándole que es lo que él quiere y necesita, cuál es su visión para salir del impase político-económico-social y constitucional; dejar de evadir la realidad y minimizar los errores, hacerse una profunda autocrítica y aceptar el desgarro del desencuentro con algunos camaradas de ruta, y la sabiduría de que en democracia todas las cosas son en “la medida de lo posible”.
Lo anterior exige que el cambio de gabinete, que al parecer se nos viene, tenga contenido y trascendencia política. Que sea la oportunidad para que el presidente Boric no solo cambie unas personas por otras y que los partidos resuelvan sus disputas por cuotas de poder.
Tiene que resetear su gobierno y su coalición en los términos que lo ha planteado su ministra del interior. Asumir que su revolución se frustró pero que aún es posible hacer cambios importantes que mejoren las condiciones de vida y los derechos de todos los chilenos. Eso incluye un nuevo proceso de reformas constitucionales que le permitan hacer el mejor gobierno posible.
En ningún caso sería razonable hacerse muchas expectativas con un presidente y una coalición que apuesta al Estado como el gran generador y distribuidor de la riqueza , desconfía del mundo empresarial, no prioriza el crecimiento económico y cree en la integración latinoamericana.
El margen de maniobra del denominado socialismo-democrático, en el cual algunos cifran demasiadas esperanzas, es limitado, entre otras cosas porque pese a las diputas de poder hay un sector tanto del PS como en el PPD que siente mucha afinidad con las posturas del frente amplio y el partido comunista.
Partidos fuertes, con votación obligatoria en un sistema electoral proporcional con correcciones como las propuestas incentivarían una convergencia política hacia el centro y no hacia los extremos como ocurre actualmente.
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