Noviembre 12, 2022

Perfil: Vlado Mirosevic, un rehén de su propio optimismo. Por Rafael Gumucio

Ex-Ante

Sin traicionarse a sí mismo en nada, Vlado pudo hacer campaña por Sebastián Piñera, Marco Antonio Enríquez-Ominami y su amigo de tantas batallas, Gabriel Boric. Liberales más o menos igualitarios, todos ellos, aunque ninguno de ellos sea precisamente ni plebeyo ni provinciano. Uno no puede evitar pensar que el día de mañana Vlado termine apoyando no sabe a quién ni por qué.


El nuevo presidente de la Cámara de Diputados, Vlado Mirosevic, fue el candidato de consenso que permitió al Ejecutivo salvar la cara, después de que se le cayera su candidata Karol Cariola (PC). Este es al parecer el destino de Vlado: ser el candidato de consenso de cualquier contienda desigual entre gente que no se puede poner de acuerdo en nada más que su nombre.

Esencialmente buen chato. ¿A quién le puede caer mal Vlado Mirosevic? Es parte del Frente Amplio pero que no se identifica como de izquierda, ni como de derecha, sino como todo lo contrario. Vlado es el pololo del que uno se enamora cuando no quiere enamorarse de nadie, el amigo con que uno sabe que puede emborracharse, pero llegar en buen estado a la casa. Al que se le puede contar todos tus secretos, pero del que no se puede esperar que te dé consejos, no porque sus consejos sean malos, sino porque carecen de la maldad necesaria para ser efectivos.

Vlado es liberal, en pleno siglo XXI. Doble rareza ser liberal viniendo de una ciudad como Arica que parece tan alejada de los verdes pastos de Oxford y de Cambridge donde el liberalismo suele pastar últimamente. La sociedad de la igualdad de 1851 y las desventuras de sus líderes Francisco Bilbao y Santiago Arcos lo iluminaron cuando estudiaba en el colegio. Recién salido de éste, a los 22 años, se convirtió en candidato a diputado. No ganó, pero predicó la buena palabra de la libertad de conciencia, con tanto éxito que ha logrado que la ciudad del norte sea un feudo de ese nuevo liberalismo chileno que es y no es el liberalismo de siempre.

Liberal igualitario tipo John Rawls, plebeyo y democrático, federalista, agregaría el diputado para explicar mejor que no es nada académico ni elitista. Todos adjetivos que tienen la ventaja y la desventaja de no desagradar a nadie. Porque, ¿Quién aceptaría hoy en día que no es igualitario, plebeyo o democrático, finalmente? Liberales en lo económico o en lo “valórico”, las dos cosas y ninguna, todos en algún momento del día somos liberales. Todos cuando nos empujan un poco dejamos de serlo bruscamente.

Como el tofu, el liberalismo viaja de plato en plato sabiendo completamente diferente según la salsa que se le ponga. Esto explica porque, sin traicionarse a sí mismo en nada, Vlado pudo hacer campaña por Sebastián Pinera, Marco Antonio Enríquez-Ominami y su amigo de tantas batallas, Gabriel Boric. Liberales más o menos igualitarios, todos ellos, aunque ninguno de ellos sea precisamente ni plebeyo ni provinciano. Uno no puede evitar pensar que el dia de mañana Vlado termine apoyando no sabe a quién ni por qué.

​Lo cierto es que ser liberal en Chile es a la vez algo inevitable e imposible. Como en pocos lugares de Latinoamérica, en Chile los liberales ganaron la batalla. Lo hicieron usando las herramientas de los conservadores. Los discípulos del “chascón” Bilbao dejaron el idealismo generoso de sus primeros líderes y se adaptaron al poder. Entremedio inventaron un país, imponiéndole a la fuerza o no, su sentido común. Lideraron por casi toda la penúltima parte del siglo XIX, una verdadera dictadura democrática, excluyendo a los conservadores que se convirtieron así en enemigos de la censura. Fueron partidarios del voto femenino y los sindicatos obreros.

La izquierda y la derecha chilena son hijas de esa contradicción: Un liberalismo dueño de las instituciones, frente a un conservadurismo de batalla en que se mezclaban curas y obreros, monaguillos y profetas incendiarios. El nacionalismo y sus populismos no consiguieron desempatar la pelea, como pasó en gran parte de América Latina. Así podían enfrentarse en las elecciones 1970 dos herederos de la más pura tradición liberal: Salvador Allende y Jorge Alessandri, apoyados los dos por facciones contrarias, pero congruentes del conservadurismo católico chileno: El gremialismo por un lado y el MAPU por el otro.

La Constitución de 1980 que dejó la dictadura tras de sí, fue quizás la primera venganza de los conservadores sobre el dominio en que fueron mantenidos por los liberales desde que los traicionara Federico Errázuriz Zañartu en 1870. Una venganza que se prolongó en el proyecto de Nueva Constitución de 2022, la más sistemáticamente antiliberal de nuestra historia reciente.

Por eso resultaba más que confuso que el bueno de Vlado fuera uno de los lideres de la Apruebo a una Constitución que creía en la preminencia de la tierra y la sangre por sobre el individuo y su libertad de no ser identificado con alguna identidad. Ante esa contradicción, Vlado solía destacar las buenas intenciones, el aliento a novedad de la propuesta, las ganas de que algo cambie, de que algo mejore por fin. Daba la impresión que hubiera dado lo mismo lo que estaba escrito en el proyecto. Sea lo que sea lo iba a aprobar igual porque es demasiado mala onda rechazar algo nuevo.

Prefería Vlado pensar bien, ver el vaso medio lleno, aunque la poca agua del vaso no calmara la sed de alguien y no advirtiera a tiempo que la nueva Constitución era una trampa fatal para el Frente Amplio. Prefirió pensar que todo terminaría bien y que todo el mundo siempre quiere lo mejor para Chile. Eso habla, por supuesto, muy bien del espíritu de ese ateo confeso que ha decidido por sobre todas las cosas creer a pie juntilla en casi todo lo que se puede creer hoy en día. No es difícil verlo como un rehén de su propio optimismo. Un optimismo que es quizás una forma sonriente de la desesperación.

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