No conozco al ministro Ávila, pero siento que tengo con él una cercanía especial. Estudió en la misma universidad y carrera que yo (pedagogía en castellano). Una universidad que no es precisamente la Universidad de Chile o la Católica (ni Cambridge ni NYU). Estudiamos él y yo en un pequeño pedagógico católico, pobre, pero honrado, que cuando estudiaba se llamaba Instituto Blas Cañas. Hoy se llama Universidad Silva Henríquez. Ávila nació el 77 y yo el 70 por lo que puedo concluir que conoció al profesor Ramírez, Sáez, Salde y el patio de la avenida Italia, sus vigas y sus muros beige de convento más que sencillo.
Marco Antonio viene de un lugar en que había que tener vocación para sobrevivir y donde ser profesor era la máxima medalla posible. Un lugar donde yo era el único estudiante del sector oriente y donde el mérito no es juego y el abajismo nunca estuvo de moda. Una universidad en que se podía ser o demócrata cristiano o trotskista, aunque Ávila milita en Revolución Democrática, lo que demuestra en él un espíritu audaz, la misma audacia que lo llevó a salir del closet cuando este tenía todavía puertas de hierro forjado.
Esa cercanía biográfica no me impide ver que su labor a cargo del ministerio más complejo de todos ha sido menos que suficiente. Sus iniciativas han pasado bajo un silencio quizás injusto pero imperturbable. O más bien lo que hace ruido es su falta de iniciativa.
Su sello no se ve por ninguna parte. Sabemos de él después de un año más o menos lo mismo que sabíamos cuando lo nombraron. Esto daría lo mismo si fuese ministro de Bienes Nacionales, pero Educación es el lugar donde los exdirigentes estudiantiles que nos gobiernan deberían descollar. Un lugar donde hay tanto, demasiado por hacer. Una trinchera perfecta para un general con ganas de ganar, unas ganas que el hasta anteayer paciente y sonriente Marco Antonio Ávila, no ha demostrado jamás.
Todo eso es más o menos innegable, aunque también me resulta hoy innegable que de todos los ministros que podrían haber salido, es Ávila el único que merecía quedarse. La palabra dignidad se ha usado demasiado en vano quizás para que veamos que lo que se le ha hecho al ministro Ávila, y a través de él al gobierno, es perfectamente indigno.
Los hechos, por cierto, son voluntariamente poco claros. No hay grabación ni reproducción fiel de lo que se dijo en ese pasillo del Congreso. Solo sabemos que hubo gritos y una descompensación. Solo sabemos que el casi desmayo, según la diputada Delgado, se debe en parte a condiciones médicas anteriores, pero convirtieron al ministro Ávila en un enemigo de todas las mujeres, marginándolo de los actos del 8 de marzo.
Como si no hubiera nada más machista en el mundo que seguir creyendo que en política a las mujeres no se le pudiera hablar en el mismo tono, o parecido, al que se habla con un hombre, o en el mismo tono que se hablan las mujeres entre sí. Porque ¿alguien se imagina a Evelyn Matthei, Karol Cariola, o la siempre oportunista Pamela Jiles, yendo a la enfermería porque un ministro les gritó?
Por cierto, nadie debe gritarle nunca a nadie. Y seguro que en Finlandia o Nueva Zelandia en los parlamentos todos se lanzan rosas uno a otros y nunca levantan la voz sin pagar multa por ello. En Chile nunca esto ha sido así, ni lo será. En el parlamento se habla fuerte y claro, se pide, se exige, se interpela.
Los hombres lo hacen tan fuerte y tan bien como las mujeres. Sugerir lo contrario sería retroceder a las cavernas. Una autoridad por cierto debe soportar que se la encare, pero también debe aguantar una diputada, que también es después de todo una autoridad, que se le responda.
Si se comete el absurdo de preguntarle por un colegio entre miles se debe esperar que el ministro de Educación, en buen tono ojalá, diga que no es el responsable de cada colegio sino de todos los colegios, que si supiera lo que pasa en cada colegio sería un superhombre o un imbécil que no está haciendo su trabajo que es delegar y supervisar.
La idea de que el parlamento es un salón de petitorios particulares, y una gestión de intereses territoriales es por cierto no entender de lo que es un parlamento. Y casi desmayarse por una mala respuesta es una clara demostración que no se está capacitado para un trabajo donde las discusiones son el centro de todo. Tan absurdo como ser buzo táctico y no saber nadar, o aviador y tener miedo a volar.
Chile entero se horrorizaba porque la diputada Orsini habría intercedido por un conocido (muy conocido de todos y de ella). La diputada Delgado no hacía nada muy distinto a eso cuando decidió que era demasiado. Las consecuencias políticas de ese casi desmayo serían trágicas, si no fueran altamente cómicas. El gobierno que decidió apostar todo en votos tan frágiles como los de la diputada Delgado, se deshizo en disculpas sin sentido y en gestos para una inexistente galería. La diputada no votó, se abstuvieron algunos de sus amigos y la principal reforma del gobierno se fue al suelo.
La diputada Jiles, preocupada tal vez por sus propios impuestos, revivió de entre los muertos y pidió la cabeza de Ávila. El irresponsable baile que el FA inició con la Abuela al final del gobierno de Piñera es lo que los tiene hundidos hoy en un eterno chantaje del que no saben cómo salir.
Quizás la mejor manera de hacerlo es dejar de vivir al son de un parlamento altamente inexperto, envilecido por la televisión y notoriamente incapaz de entender lo que no lee y de escuchar lo que no escucha. La reacción de la diputada es en eso una perfecta metáfora de una incapacidad común, que no es otra que entender que la política no es un escenario y que los electores no son espectadores.
El episodio Ávila debería ser la lección final de que no se puede sacar nada de los diputados veleta, del resentimiento del abuelo o de las sonrisas a la galería. La política, la de los partidos feos y grises, es la única posibilidad para un gobierno que debe romper de una vez con cualquier atajo y demostrar que hay alguien en Chile que ante las contrariedades no se desmaya, alguien que ante el chantaje no cede y sigue adelante.
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