Esta semana fuimos testigos de una de esas guerras de egos entre letrados que nos devuelven algo de felicidad a los viudos de la serie “Better call Saul”. Se enfrentaron dos tipos contrarios de abogados: Por un lado, el penalista que necesita, para desarrollar su oficio, desplegar todos los brillos de la retórica y la publicidad. Al otro lado el especialista en derecho administrativo que conoce a la perfección los procedimientos y los organigramas del estado, pero que no está acostumbrado a brillar en las cortes para hacerlo en los escritos e informes en derecho.
Esos dos tipos de abogados los encarnaron la versión quizás más arquetípica de ambos: A un lado el penalista Juan Pablo Hermosilla, al otro el especialista en derecho administrativo y ministro de Justicia, Luis Cordero Vega.
Dada la naturaleza contraria de ambas formas de ser abogado, resulta aún más temerario el incomprensible gesto del ministro de Justicia de ironizar sobre la forma de llevar el caso del litigante Hermosilla. Nadie más que Luis Cordero puede saber que un ministro de Justicia no debería permitirse nunca reírse de un abogado, menos aún de un abogado enfurecido dispuesto a casi todo para que dejen de hablar de su cliente.
Nadie como Luis Cordero habría evitado en tiempos normales la ironía, la cuña ligera, o cualquier otro tipo de frivolidad que hacen la delicia de los cazadores de noticia.
Luis Cordero no llegó donde llegó por su ingenio punzante y ágil. Ingenio punzante y ágil del que no carece, según dicen los que lo conocen íntimamente. Si se convirtió en el abogado del gobierno, y de muchas maneras en el abogado del gobernante, es justamente por su mente sistemática y precisa y su capacidad de poner paños fríos sobre las mentes más afiebradas.
¿Qué lo hizo salirse de madre esta vez? Primero, quizás, la lealtad con su principal cliente, el Presidente de la República. Su interés parecía ante todo distraer la atención sobre el dislate del Presidente, para que la prensa lo enfoque a él. Como su apellido indica, quiso sacrificarse en aras de hacer olvidar la imprudencia del mandatario.
En ese sentido, su estrategia se parece a su contraparte en la polémica. Porque no otra cosa parece querer hacer Juan Pablo Hermosilla invocando el fin de la democracia e invocando nombres de posibles implicados, que lograr que se hable de cualquier cosa menos de su hermano y los pormenores del caso que lo tienen durmiendo en Capitán Yáber.
Con la diferencia esencial de que el abogado Hermosilla tiene un caso que llevar adelante pase lo que pase, mientras el abogado Cordero, al respaldar los dichos del Presidente, inventó un caso donde no existía. Mientras Hermosilla no tiene nada que perder creando polémicas y alarmas públicas exageradas o no, Cordero no tiene nada que ganar sumando su voz en un litigio donde lo único inteligente era tomar palco.
La lealtad con el Presidente no puede, sin embargo, ser tanta para que Cordero abandone décadas de seriedad y circunspección, para darse el lujo de bromear sobre los tropiezos de un colega. En circunstancias normales la actitud de Cordero habría sido reunirse con el Presidente en su oficina para hacerle entender que hay cosas que es mejor no hacer, y frases que es mejor no decir. ¿Por qué esta vez faltó a la que pareciera ser su naturaleza para patear el avispero y dejar que lo rodeen todas las avispas?
Solo una cosa explica esa “canita al aire” que el ministro se permitió de pronto. Cordero es, además de abogado especialista en derecho administrativo, un implacable profesor del mismo ramo en varias universidades. ¿Es esa naturaleza, la de profesor que reparte notas entre sus alumnos, lo que lo dominó a la hora de burlarse de su colega?
Eso y otra cosa quizás mas secreta. Luis Cordero ha cultivado siempre una imagen meritocrática. Una imagen que se basa en gran parte en su biografía: Hijo de carabinero que estudió en una universidad masónica que no es precisamente la Universidad de Chile, nada le ha sido regalado a este hombre circunspecto que fue haciéndose un nombre con paciencia, con cuidado, atravesando ese bosque de egos a veces insaciable de las estrellas de la corte. Esos que llaman “los abogados de la plaza”, sin que se especifique nunca de qué “plaza” se está hablando.
Los Hermosilla, hijos de un ya famoso abogado, famosos ellos desde su más tierna juventud, regalones de los medios, alabados pierdan o ganen los casos, no pueden resultarle más distantes. Más ajeno aún debe serle Juan Pablo que Luis, porque los dos se deben haber encontrado muchas veces no solo en las cortes, sino en los pasillos de los ministerios, centros de estudios, oficinas parlamentarias y partidos políticos de centroizquierda, sector en que los dos han militado toda la vida. Los dos mirando con buenos ojos tempranamente al Frente Amplio y abandonando también a tiempo las nostalgias concertacionistas.
Todo los llevaría a ser amigos, a no ser por su manera de abordar no solo el derecho sino la política. Juan Pablo Hermosilla confiado, soberbio, seguro de sí mismo y de la red de contacto que lo rodea y de las que hace gala cuando las necesita. Luis Cordero cuidadoso, desconfiado, gentil sin ser sentimental, acostumbrado a mirar con más que resquemor a los abogados que ganan los juicios en cualquier parte menos la corte; sin entender, como lo entendió mejor que nadie el ya mencionado Saul Goodman, que en gran parte es en los medios, en la reputación y el vox pópuli donde hay que ganar.
Porque más allá de lo que la ley diga o calle, la batalla se gana cuando el público que puebla el gran teatro que son muchas veces los tribunales, aplauda o pifie el espectáculo que está viendo.
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