Ponderado, ecuánime, que dé garantías a todos los partidos y opiniones que conviven en el Parlamento: Esas son las cualidades ideales que debería tener un vicepresidente de la Cámara de Diputados. Ninguna de esas cualidades las cumple, ni de cerca, el diputado Gaspar Rivas. Los ojos siempre terriblemente abiertos, sin sombra de pestañeo, la mandíbula siempre apretada, el pelo inconmoviblemente erguido, pronunciando siempre que puede con todas sus sílabas los insultos más soeces. Gaspar Rivas ha hecho lo posible y lo imposible para lograr que nadie confíe en él. Y, sin embargo, ha fracasado en ese único intento. Un fracaso que ha sido, por lo demás, su único e irrebatible éxito.
En su ya no corta vida política, ha sido dos veces diputado por Renovación Nacional y una por el Partido de la Gente, fundando y abandonando entre medio otro partido más, el Movimiento Social Patriota, de inspiración indudablemente neofascista. Ha insultado, vejado, y abjurado de las directivas de todos los partidos en que ha militado. Todo ello no le ha impedido morder el hecho de él ser parte de la directiva.
Díscolo entre los díscolos, Rivas no es de derecha ni de izquierda, sino todo lo contrario. Solo se puede predecir que no hará nada de lo que se puede esperar de él. Todos antecedentes visibles, y conocidos que llamaban a no regalarle, como le regaló nuestro creativo ministro Secretario General de la Presidencia, la vicepresidencia de la Cámara. Apurado por darle algo a los desengañados comunistas, el ministro consiguió para Karol Cariola una presidencia que, gracias al costo que pagó por ella, resulta completamente intranscendente.
Ser loco es muy distinto a ser tonto. Quizás es eso lo único que podamos aprender de este episodio. Es la lección que Franco Parisi no acaba de asumir: No se puede estafar a un paranoico. Parisi, experto en vender todo y cualquier cosa, hierve entonces de rabia desde su exilio norteamericano porque Rivas es mucho mejor que él a la hora de negociar.
Lo que no acaba de entender Parisi es que Rivas tiene, a diferencia del propio Franco, ideas y obsesiones propias que conducen sus aparentes inconsecuencias. Una visión de su vida y del mundo como una epopeya sangrienta, como una lucha de todos contra él, en que, de alguna manera, involucra a Chile entero. Una pelea infernal y sin descanso por declararle la guerra a todos para conseguir, quizás, una escasa paz consigo mismo en los escasos momentos en que no da conferencias de prensa.
Rivas tiene muchos defectos, pero nadie podría reprocharle no ser sincero. Así cree sinceramente que todos los problemas de Chile se resuelven encontrando unos malos, muy malos a los que echarles la culpa de todo. Sheriff que cree que una estrella de plástico, de esas que se compran en un bazar, equivalen a un par de pistolas. Se ve a sí mismo como un justiciero que sería al mismo tiempo un llanero solitario.
La “lacra” y “la casta” entran en el mismo mapa del mundo en que todo se resuelve disparando injurias e imputaciones, protegido, por cierto, por el fuero parlamentario. Abrazado a algún peluche de preferencia azul, Rivas es un niño que juega demasiado en serio para conseguir la ternura que su orfandad debería conseguir. Pero es también alguien que toma en serio esto de estar por encima de la derecha y la izquierda, es decir más allá del bien y del mal.
Alguien que cree en esta tercera posición, esa que quiere al mismo tiempo orden y destitución, que odia al mismo tiempo a los privilegiados y los marginados para darle razón a los prejuicios del “hombre común”, el provinciano que ve a los capitalinos como enemigos que se burlan de él, el suburbano que ve el centro de la ciudad como una conspiración, el semi culto que odia tanto a los completamente incultos como a los enteramente leídos.
No a otros le hablaba un veterano de guerra en una cervecería de Múnich. La gente supuestamente sensata iba a verlo despotricar como quien va a ver a un malabarista hacer trucos. Lo mismo hicieron no pocos productores de televisión entrevistándolo. Cada vez ponían a un economista delirante de peinado raro, o a un militar que habia tenido la mala idea de intentar un golpe de estado sin apoyo de su alto mando. El chiste resultó y resulta y resultará siempre caro a los que lo intentan.
Pero algún vértigo no puede impedirnos, a pesar de todas las advertencias, intentar de nuevo subirnos a la montaña rusa. Después de todo, nada suspende mejor el juicio que el vértigo. Y el vértigo de saber qué hará Rivas desde la testera del Parlamento es lo único que disculpa la locura de ponerlo ahí.
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