Perfil: Antonia Orellana, la Gran Inquisidora. Por Rafael Gumucio

Escritor y columnista

La ministra olvida que esta tormenta perfecta, que incluye mentiras, desmentidos y amenazas de todo tipo, la creó ella de toda pieza. Que podría, con toda la sensatez que aplica en aconsejar al Presidente, haber controlado, minimizado en cualquier momento los daños. Que solo una resuelta ceguera, o un empeño irracional a dar lecciones a quienes no se las pidieron, llevó todo esto a este incorregible extremo del que no se ve salida razonable.


Inteligente, preparada, valiente, leal, y realista: la ministra de la mujer Antonia Orellana ostenta muchas cualidades que la hacen imprescindible en el gabinete. Ha conseguido aprobar importantes leyes sobre violencia doméstica y derechos laborales de la mujer; además de su actitud ante la crisis venezolana, que le han valido no pocos aplausos de inesperados aliados que se han rendido ante su trabajo sostenido y coherente.

Tiene así un cúmulo de cualidades y un solo defecto innegable: Es “pesada de sangre”, dirían en el campo. Su sonrisa parece siempre irónica, cuando no pasa a ser una vistosa señal de desprecio. Sus declaraciones son siempre terminantes, su trato es casi siempre altivo o impaciente.

Las políticas que implementa, que tienen que ver con la compasión, la paciencia, el cariño, chocan con esa dureza que se hace aún más rígida cuando quiere reprimirla. Si no cumpliera ella con celo su labor, el modo en que vigila el de los demás (en un tiempo tuvo un espía en cada ministerio), sería imperdonable.

Ese único defecto, la pesadez, sabotea sin embargo, todas sus otras cualidades. Así, el caso de Isabel Amor bien podría haber sido una noticia en una esquina de un diario regional, sino hubiera hecho visible más que ningún otro el peso de esa rigidez inapelable. Bastaba para que el escándalo no fuese tan visible, esperar algunas semanas, o dejar que la entrevista se publicara en su versión original (si es tan grave, como dice la ministra que era).

Hubiese sido injusto expulsar a la funcionaria, porque al parecer en ninguna versión de la entrevista Isabel Amor niega la pertinencia del fallo que condenó a su papá, pero quizás alguien en el mundo del Frente Amplio hubiera comprendido la medida. Por más Alta Dirección Pública que se quiera, el puesto que iba a desempeñar Isabel Amor dependía de la confianza política de sus superiores. Respetando los plazos y moviéndose con decoro y humanidad, se podría haber alegado que la funcionaria fallaba en eso y solo en eso: que no era políticamente confiable.

En cambio, se hizo lo posible para que el castigo fuese visible y doloroso. Se la expulsó apenas dos días después de entrar en función. Se expuso toda su carrera funcionaria, exagerando e inventando hechos a antojo de las autoridades. Y también se denunció una desconfianza de un equipo que la funcionara no conocía. La ministra menos diplomática del gobierno la acuso de ser “desatinada”. Se habló después de una entrevista que no se publicó en la versión original. Se le reprocharon dichos que no son consecutivo ni de delitos, ni de falta. Y se hizo lo posible para que Isabel Amor supiera que no la amaban, esperando que esta soportara, por lealtad a su gobierno, el maltrato.

Stalin se hizo famoso por someter a sus enemigos a juicios eternos que carecían de prueba alguna. Se juzgaba a los inculpados por pensar, soñar o desear cosas en contra del Partido. Antonia Orellana, que valientemente se ha opuestos al estanilismo de los comunistas chilenos, ha reanudado la vieja costumbre soviética de juzgar a las personas, no por lo que hicieron, sino por lo que estaban dispuesto a hacer. Así, Isabel Amor no es juzgada por alguna declaración publicada, sino por una que podría haberse publicado, pero no se publicó.

Usando esta misma lógica estalinista, se reitera una y otra vez que no se le reprocha a Isabel Amor ser hija de Manuel Amor (médico y oficial de ejercito condenado por complicidad en atroces torturas), sino que se la culpa por tratarlo como su padre. Se le permite ocupar el vistoso nombre de ese padre, pero no escucharlo, atenderlo, intentar comprenderlo. Da lo mismo que no niegue que este sea culpable de los delitos por los que purga condena en prisión, sino que se le pide que de por sentado otros que no están en la sentencia.

Puedes tener papá, pero no quererlo. La impediría entonces dirigir un servicio dedicado al cuidado, a la comprensión, al hecho de no darle la espalda de una vez por todas a su padre. Así, solo un rechazo total y radical hacia cualquier padre que haya cometido un delito, una falta o un crimen, seria compatible con cualquier función pública. Ni Savonarola, ni Calvino, ni Torquemada se atrevieron a tanto.

Esa rigidez en manos de una generación a la que se le ha perdonado todo, resulta inesperada. No lo es del todo: Savonarola predicó en la Florencia del Renacimiento, Calvino tuvo éxito en la democrática Ginebra y Torquemada en la España de Quevedo y el Quijote. Nunca falta en un mundo que crece en tolerancia, y por eso mismo en “libertinaje”, quienes tienen nostalgia de la represión, la pureza, y el castigo. En el nuevo feminismo convivieron siempre quienes buscaban más libertades para las mujeres, incluidas las sexuales, y quienes veían en cualquiera de esas libertades formas de opresión que debían ser reprimidas de entrada.

No son pocos los que quieren no solo castigar entonces comportamientos infames, sino chistes, comentarios, pensamientos o dichos. La hoguera de los libros nunca ha tenido más voluntarios dispuestos a encenderla. Es esa nostalgia por el castigo lo único que puede explicar que con o sin poder, que con o sin influencia, una mueca de desagrado acompañe en cualquier ocasión a muchas de las mejores mentes de las nuevas generaciones, entre los cuales se encuentra, sin duda, la ministra.

El pesimista tiene siempre razón: lo malo siempre ocurre. Se les olvida que son ellos mismo quienes lo causan. La ministra Orellana no parecía contenta cuando lo hacía todo bien y todos debimos resignarnos a aplaudirla. Podría ahora decir que tenía razón de desconfiar. Los poderes fácticos y sus malvados defensores no pudieron soportar que consiguiera, para las mujeres chilenas, mejores condiciones de vida. Todos juntos preparaban para ella un plan para derrocarla.

Ella olvida, sin embargo, que esta tormenta perfecta, que incluye mentiras, desmentidos y amenazas de todo tipo, la creó ella de toda pieza (con la inestable ayuda de Priscilla Carrasco). Que podría, con toda la sensatez que aplica en aconsejar al Presidente, haber controlado, minimizado en cualquier momento los daños. Que solo una resuelta ceguera, o un empeño irracional a dar lecciones a quienes no se las pidieron, llevó todo esto a este incorregible extremo del que no se ve salida razonable.

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