Un embajador decide no asistir a un encuentro con el rey del país en que ejerce su rol. Todo el cuerpo diplomático lo hace porque es una tradición arcana acudir al encuentro. El embajador está de vacaciones.
En cambio, decide asistir a un foro, un lugar al que podría haber perfectamente mandado a un colaborador. Ahí revela su versión de la política de adquisición de armamento de Chile, es decir una de las partes esenciales de la política de la estrategia de defensa del país. Revela que al mismo tiempo que esta política de adquisición de pertrecho ya no se regiría por la eficiencia en el gasto, sino por un criterio ético relacionado con una guerra en que Chile no participa.
El embajador Velasco no tiene por qué saber que muchas de las cosas que ha hecho no se hacen. No tiene, mal que mal, algún entrenamiento en diplomacia. La razón de su nombramiento se debe tanto a su amistad con el Presidente como a la lucha común que sostuvieron en la escuela de Derecho en la segunda década de los dos miles. Preparado para grandes cosas es normal que Javier Velasco quiera hacer más de lo que se espera de él. Para advertirle de los desatinos que comete están el primer secretario, los cónsules, el tercer secretario o el mismo ministro de Relaciones Exteriores Alberto Van Klaveren.
Todos ellos, pero sobre todo este último se saben de memoria los usos y abusos de la diplomacia. Van Klaveren nació y creció en los pasillos del ex Congreso, leyendo mapas y respondiendo oficios. No hay nada de su especialidad, que él en su vocación profunda, ignore. Pero este mismo entrenamiento lo ha preparado para servir a otras autoridades, para cumplir órdenes y arreglar desarreglos.
No es un político y no lo quiere ser, aunque esté a cargo de nada más y nada menos que la política exterior de Chile. Es un servicial reparador de huesos, pero que ha renunciado a darle a la Cancillería una orientación propia.
Quizas su confusión se deba a un exceso de lealtad. El Presidente sabe que la política exterior, con su buen francés y su mejor inglés, es un territorio en el que puede brillar. Pero comete el error de su amigo, el embajador Velasco. Sobreactúa su papel, enojando a amigos posibles y abrazando con demasiada efusión a sus amigos recientes. En esto, como en tantas cosas, está aprendiendo y lo ha hecho rápido y bien. Quizás su creciente comodidad en el tema se deba a las enseñanzas de Van Klaveren.
Pero un Canciller es mucho más que el profesor particular de fronteras y límites del Presidente. Es una voz que pesa e influye en el consejo de ministros. Es alguien que tiene ideas, no del todo propia propias también y una autoridad y autonomía que le permite juzgar bajo criterios tanto políticos como meramente profesionales, la actuación de sus embajadores.
Nada de eso parece suceder con Van Klaveren, quizás porque tiene corazón de jefe de protocolo. Es decir, ese embajador que sienta al Presidente, y le susurra quien se llama como se llama. En los círculos de la diplomacia, es un puesto apetecido por la cercanía con los presidentes, pero que termina cansando por las pocas posibilidades que se tiene, desde ahí, de pesar en las decisiones del mandatario. Se puede aconsejarlo debido a la cercanía, pero no se puede formalmente cambiar nada de lo que el Presidente decidió.
Algo muy parecido pasa con el ministro Van Klaveren, que parece pensar más en su jubilación que en la gloria extraña de ser uno de los pocos ministros de Relaciones Exteriores que nació de la Academia Diplomática. Los famosos empolvados, maestros en deshacer lo que los políticos hacen y hablar la lengua de pasillo que las relaciones internacionales necesitan.
Me cuesta pensar que Alberto van Klaveren, judío, e hijo de judíos, pueda compartir la obsesión antisionista del Presidente y su amigo Velasco. Seguro que reprueba, como todos, las atrocidades que se comenten en Gaza por parte del Ejército israelí, pero debe, por intermedio de parientes y amigos, saber que todo es más peligroso que usar o no un pañuelo blanco y negro. Y supongo que le de debe dar un poco risa este amor por la paz universal y las buenas intenciones del Presidente que recuerda a veces los discursos de Cantinflas cuando hacía de su “excelencia”.
La falta de realismo político, que se une con un innegable buen corazón y más innegable sentido de la justicia, debe irritarlo. Pero algo en él no lo deja rebelarse ante una actitud que no se perdonaría a si mismo y que menos le puede perdonar a un embajador de una de los países más estratégicamente cercano con el que nos toca, en suerte, haber tenido, con diversos gobiernos, una amistad sempiterna.
Meter la pata en Uganda o Turkmenistán es perdonable, pero en España, que es después de todo un reino, la formalidad, junto con la ductilidad política, son esenciales. No respetarla es ser finalmente también un mal amigo.
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