La regulación constitucional de la política exterior nos recuerda a esas páginas del cuaderno que la mayoría de los estudiantes prefieren saltarse, pensando que nunca serán útiles. Pero Chile tiene cientos de obligaciones internacionales contenidas principalmente en tratados y la costumbre internacional. Somos un país con desafíos ambientales y migratorios que requieren soluciones multilaterales, y un comercio exterior que representa más del 50% del PIB nacional. Quien crea que la pirámide normativa comienza y termina con el derecho interno, como si Chile fuese una isla en el mundo, está simplemente equivocado.
Una constitución tiene dos principales tareas en relación a la política exterior. La primera es distribuir en forma inteligente las competencias “exteriores” entre los poderes del estado. La segunda es determinar la relación entre el derecho internacional y el derecho interno, particularmente, respecto a su jerarquía y mecanismos de aplicación.
La propuesta de Nueva Constitución tiene más luces que sombras, pero no resuelve por completo los vacíos de la constitución del 80’ y posiblemente, abre algunos flancos.
En relación a la primera tarea, el texto que se plebiscitará mantiene al Jefe de Estado a cargo de conducir las relaciones internacionales, aumentando eso sí las facultades del Congreso en dicha materia. Esto es un avance, en general, positivo. Por ejemplo, el Presidente ahora necesitará el acuerdo del Congreso para denunciar o retirarse de un tratado, entregando mayor estabilidad a los compromisos ya adquiridos por el Estado.
Sin embargo, el Consejo parece haber ido demasiado lejos. La propuesta nos dice que, en el contexto de una demanda o denuncia presentada contra el país ante organismos internacionales por presuntas violaciones a un tratado, el Presidente estará obligado a informar al Congreso antes de celebrar un acuerdo o acceder a una solución alternativa de la controversia.
Es probable que dicha norma esté motivada por la desconfianza de algunos sectores a los Acuerdos de Solución Amistosa en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. No obstante, sus alcances son mucho mayores y la obligación del Presidente podría extenderse a cualquier acuerdo o solución alternativa de controversia que esté negociando en el transcurso de un juicio internacional, alterando así los delicados balances de dichas negociaciones y limitando su capacidad para dirigir la política exterior.
Por otro lado, el borrador constitucional olvidó por completo al poder judicial, que ha ganado progresivamente un rol en las relaciones internacionales a través de su interpretación de tratados, costumbres y otras normas internacionales que son de naturaleza autoejecutables. En este sentido, habría sido deseable incluir en el texto un inciso requiriéndole al poder judicial mostrar deferencia a las posiciones del ejecutivo en materia de interpretación de normas internacionales.
Respecto de la segunda tarea, el gran ausente del borrador constitucional es la costumbre internacional, que es una fuente de obligaciones internacionales vinculantes para el país.
En el borrador no está clara su jerarquía ni aplicación en el derecho chileno, dejando esta materia al arbitrio total de los tribunales de justicia frente a casos particulares. En contraste, el mecanismo para incorporar tratados internacionales sí es claro y sigue casi al pie de la letra la constitución del 80, con incluso mejoras.
Sin embargo, el Consejo desaprovechó algunas oportunidades. La más importante, quizás, fue la de regular quién determina si un tratado necesita o no de normativa interna antes de ser aplicado por tribunales chilenos. Si bien el borrador le exige al Presidente indicar su opinión, esta es una herramienta que debería haber sido entregada al Congreso, para que dicho efecto quedara establecido al momento de aprobar un tratado, y no definido en forma ad-hoc por el Tribunal Constitucional como ocurre hoy.
Es una buena noticia que se haya mantenido la jerarquía constitucional de los tratados de derechos humanos, aunque la redacción de la norma propuesta (casi copiada del texto vigente) demuestra que fue aceptada a regañadientes. Así de hecho lo confirman los lamentables cambios que introdujo el Consejo en las reglas de interpretación del derecho interno, quitándole peso por esa vía a los tratados de derechos humanos y eliminando el principio pro personae.
Por último, es alentador que las obligaciones internacionales del país se hayan colocado, en forma expresa, como un gran marco que circunscribirá la regulación nacional en asuntos tan importante como la migración y la protección del medioambiente.
Con sus luces, sombras y vacíos que se perpetúan, la propuesta de Nueva Constitución nos deja con una sensación amarga pero cuyas luces superan sus sombras. El avance en política exterior es sin duda insuficiente, recordándonos esas páginas olvidadas del cuaderno, y las sombras deberán ser mitigadas por el legislador, pero el balance general parece ser positivo.
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