-Pablo Ortúzar escribió un artículo sobre la falta de espesor intelectual de la nueva izquierda. ¿Estás de acuerdo? ¿Cuál es tu diagnóstico?
-Pertenezco a una generación, la del 2011, que ha sido excepcionalmente prodigiosa en nuevos referentes, movimientos, partidos y liderazgos con inesperadas victorias electorales. Una generación muy talentosa cuando se trata de montar maquinarias electorales.
Sin embargo, el éxito en el campo de disputa política ha venido acompañado de una notoria ausencia de reflexión política. Es una generación que sabe muy bien cómo ganar una elección, pero entiende muy poco por qué funciona lo que funciona. El peligro es que llegado el momento de ejercer el liderazgo conquistado se sucumba a la deriva del vacío intelectual subyacente. Es decir, que una sucesión de victorias electorales se traduzca en derrotas culturales y un retroceso en el campo de disputa por ese ethos de cambio y transformación que marca la política actual.
Esto no se trata de un destello de inteligencia en una figura particular, se trata de espacios colectivos de reflexión comprometida, pero crítica. Y la parte de crítica es especialmente importante. Como decía Edward Said en sus reflexiones sobre la crítica secular, tomarse la crítica tan en serio como para creer que, aun en medio mismo de una batalla en la que uno se encuentra inconfundiblemente de un lado y contra otro, debería haber crítica, porque debe haber conciencia crítica.
-¿El mantra del neoliberalismo como responsable de todos los males le ha impedido a la izquierda profundizar en un diagnóstico más sutil y actualizado?
-Yo creo que, efectivamente, la izquierda ha tendido a saltar demasiado rápido a ponerle “antineoliberal” a su proyecto, antes de entrar a discutir en mucho detalle qué es lo que significa “neoliberalismo”. Algunos han optado por claudicar del intento de siquiera definirlo, renunciando a otorgarle un valor más allá de una etiqueta difusa que engloba los “males del sistema”.
Por otro lado, probablemente la definición dominante en la izquierda, desde que la postuló David Harvey, es que el neoliberalismo es un régimen de políticas públicas, basado en el fetichismo de mercado, que se manifestaron en un proyecto político concreto implementado en el mundo en los 70 y tempranos 80.
-¿Crees que el neoliberalismo es un concepto vacío, como apunta Ortúzar?
-Me parece que en el debate público muchas veces se aplica más como un insulto genérico a todo lo que está mal con el modelo actual, y a eso pienso que se refiere Ortúzar, pero hay un rica discusión sobre la definición de neoliberalismo que vale la pena rescatar. Por ejemplo, en mi opinión, algo paradojalmente, quizás la definición más productiva del neoliberalismo ha sido la que nació no desde la izquierda, sino desde el otro lado del espectro político. Mario Góngora (1981) describió el proyecto neoliberal de la dictadura como una “revolución desde arriba”, con la pretensión de alcanzar una utopía de la “sociedad comercial”, una especie de “planificación liberal”
-¿En Atria y Ruiz hay una valoración del Estado sin tomar en cuenta las lecciones de la historia reciente? ¿El estatismo es la única opción para la izquierda?
-Este es un tema cargadísimo en que Atria y Ruiz y varios intelectuales de derecha se han agarrado de las mechas por más de una década. En particular, tanto Atria como Ruiz no estarían de acuerdo en llamar a sus propuestas estatistas y, mas bien, se ubicarían en oposición al estatismo clásico de la izquierda.
Más allá de la batalla de cuñas e interpretaciones, que a ratos diluye la profundidad del debate, creo que hay un consenso bastante amplio en que las recetas de la planificación centralizada y el Estado como solución comodín a todos los problemas no dan. Es más, que en ocasiones el Estado puede ser tanto o más insensible a las clases populares que el mercado.
-¿Algún ejemplo que te parezca atractivo de la socialdemocracia moderna?
-En lo personal, siempre me ha parecido fascinante la discusión de los socialdemócratas suecos en los años setenta sobre la posibilidad de generar grandes pactos sociales entre empresarios, trabajadores organizados y Estado para combinar crecimiento económico con democracia económica. Sin que ninguno de los tres le ponga la pata encima a los otros.
Al mismo tiempo, una izquierda que no logra tener cuentas fiscales en orden, regulaciones que -cuidando al medioambiente y a los derechos laborales- fomenten la inversión o que desconozca consensos económicos básicos como que no se puede financiar gasto público permanente con emisión y la necesidad de la autonomía del banco central, no va a avanzar un ápice en la dirección que soñaban los suecos socialdemócratas, antes de estrellarse contra un muro.
Además, el mundo del siglo XXI es bastante distinto al de los años setenta y eso requerirá repensar varios de esos consenso de la postguerra europea.
-Atria es uno de los intelectuales de izquierda más destacados, sin embargo en la Convención no logró aglutinar al sector ni desarrollar una propuesta sólida que concitara el apoyo mayoritario de la gente. ¿A qué crees que se debe ese déficit?
-Fernando Atria tuvo la valentía de dar un paso que, por cierto, yo no he tenido. El paso desde las ideas políticas a la acción política. En ese sentido, creo injusto juzgar sus talentos como intelectual a partir de sus talentos como político. Son dos áreas muy distintas y, a veces, lejos de complementarse se contraponen.
Ahora bien, más allá de las autocríticas individuales, que me parecen necesarias y valiosas, lo que más echo de menos es una reflexión colectiva. Muchos individuos y fuerzas políticas estuvieron involucrados en el mazazo del 4 de septiembre. En particular, creo que la gran reflexión pendiente es sobre el déficit que hubo en atraer el apoyo justamente de los más pobres y de comunidades que han sufrido los mayores azotes del llamado “neoliberalismo”, como las zonas de sacrificio medioambiental.
-El Presidente Boric es un buen lector, pero ¿piensas que a su gobierno le ha faltado una base teórica más potente? ¿Eso explica sus continuas crisis?
-En mi opinión, el presidente Boric es probablemente el dirigente político de mayor espesor intelectual de su generación. Por algo logró a los 36 llegar a ser presidente de la república. Pero, sobre todo, creo que es alguien que sabe escuchar incluso a sus detractores. Eso es una capacidad muy escasa y potente en política, permite incorporar al adversario en la victoria propia y es la única manera de tener alguna posibilidad de que las victorias no vengan rápidamente sucedidas por derrotas.
Ahora bien, las dificultades que se han enfrentado tienen su origen en la necesidad de tomarse en serio cosas como las tradiciones, la patria y la demanda de un horizonte de tranquilidad que, hasta hace poco, la nueva izquierda había desdeñado y regalado a sus adversarios. Pero, sobre todo, las dificultades han sido problemas de gestión. El Estado es un buque enorme muy difícil de mover y que tiene sus códigos y protocolos. Formas de liderazgo que podrían haber funcionado muy bien desde el activismo o, incluso el congreso, tiene que adaptarse a esta realidad.
-El tema de los 30 años sigue siendo incómodo: el embajador en España culpó a ese período de la desigualdad, sin pensar que en su gobierno hay figuras de la ex Concertación. ¿Por qué esa transición exitosa -según muchos parámetros- saca ronchas en la nueva izquierda?
-Me da la impresión que se entrecruzan dos debates muy distintos. Uno es el juicio valorativo de estos 30 años, que como el juicio sobre cualquier periodo va a estar lleno de matices y de dulce y agraz. A veces en esta discusión pareciera que hubiera habido un solo gobierno por tres décadas, cuando en realidad hubo gobiernos de muy distinto signo y programa. O sea, en un momento de esos 30 años, el de la Nueva Mayoría, participó el PC y RD.
Ahora bien, todo ese debate complejo y lleno de matices, está completamente intoxicado por una disputa generacional que ha envenenado las discusiones de la izquierda y centroizquierda de la última década. Para la izquierda y centroizquierda uno de los primeros desafíos urgentes es superar la política construida desde las identidades generacionales.
Esas identidades existen y tiene su importancia, por cierto, pero hace rato se han vuelto más una traba para dar las discusiones de fondo que otra cosa. En definitiva, discutir más sobre ideas y proyectos y menos sobre el año en que se nació.
-La mirada ideologizada contra los tratados de libre comercio, sin matices, ¿revela una cierta liviandad conceptual?
-Un país de tamaño mediano como Chile necesita inversión extranjera. Eso no significa regalar nuestros recursos naturales o renunciar a tener soberanía sobre nuestro destino económico. Significa tener reglas claras que entreguen certidumbre a los inversionistas y en condiciones que favorezcan la colaboración público-privada, como lo han hecho los TLC que ha firmado Chile.
Por otro lado, yo no soy de los que creen que ideología es una palabra siniestra. Yo creo que las ideologías no solo hacen bien; son esenciales para que los proyectos políticos no terminen siendo un concurso de rating, pero, a la vez, cuando se llega al gobierno, se es gobierno de todos los chilenos y chilenas. Eso significa, muchas veces querer más a ese pueblo, incluso que a la ideología, historia o identidad propia.
El Presidente parece haber renunciado al baile de los que sobran y de los que faltan, para inaugurar la interminable festividad con que la primavera y la patria se mezclan. Lo ha hecho sonriéndole a eso que Goethe llamó el “Eterno femenino” que es, pensaba, lo único que nos salva del infierno.
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