Luis Caputo no es ni un ignorante ni un tonto ni mucho menos un bruto. Es un hombre que ha vivido en distintas capitales del mundo y ha tenido una educación privilegiada. La brutalidad, la ignorancia, la tontería de sus declaraciones contra Chile no obedecen a un impulso personal, o una locura de fin de año. Lo confirma el total apoyo que recibió de su jefe, el presidente Milei, que suele expresarse de ese modo descomedido y brutal con que nos ofendió Caputo, cada vez que puede. La torpeza de Caputo es parte de una política de Estado, de una identidad profunda, una decisión ideológica imposible de separar del presidente Milei.
Para entender la naturaleza de las declaraciones de Caputo y el respaldo que recibe de Milei hay que entender el contexto en que éstas se dieron. Caputo no estaba hablando de economía, tema del que sabe más que algo, sino de cultura, tema del que no sabe menos que nada. Estaba hablando en concreto de la llamada “batalla cultural”, concepto básico de la nueva derecha que gobierna ahora a casi la mitad del globo.
Según esta concepción del mundo, la izquierda, después de leer al pensador marxista italiano Antonio Gramsci, habría dejado la obsesión por la economía y los medios de producción para concentrarse en la cultura. Es en ella, en el instinto de los artistas, en el sentido común de los periodistas, en los contenidos de los que enseña o deja de enseñar en las aulas tanto escolares como universitario, donde la izquierda habría ganado la batalla por el alma de las democracias.
Como todo diagnóstico grueso, las cosas son por cierto más complicadas de lo que quisieran los Milei del mundo entender. Pero en línea general algo de razón tienen en su análisis. Se esperaría, dado este diagnóstico, que los soldados de la batalla cultural estudiaran pintura, teatro, literatura, que ejercieran cualquiera de las muchas humanidades secuestradas por la izquierda intelectual. Algunos pocos lo han hecho, pero la mayoría de los soldados y generales de la batalla cultural estudian, como el propio Milei y el propio Caputo, economía, ejerciendo en el ala más lucrativa y menos intelectualmente fértil de ella: las mesas de dinero, los hedge fund, o sea, el arte de hacer que el dinero genere dinero.
Queda claro que de la batalla cultural lo que le interesa a la nueva derecha no es la cultura sino la batalla. Como la mayoría de los diarios que confunden la página de espectáculo con la de cultura. Desde un punto de vista estratégico su torpeza no es del todo un error. Le interesa influir en la academia, pero saben que los programas de debate farandulientos llegan a más gente, de manera más segura. Quieren constituir centros de pensamiento, pero saben que pensar es lento y que Twitter es rápido. Saben, sobre todo, que el insulto queda, que la injuria cala hondo, que la impresión de ser parte de una contienda es como el olor de bencina y de la pintura de uña, altamente enviciante.
Llamar “zurdos de mierda”, mandar a matar a los rojos (como hacer lo propio con la ultraderecha o los fachos como lo hace la nueva izquierda), no deja de ser un teatro que poco tiene que ver con la política real en que la nueva derecha negocia cada día con la nueva o la vieja izquierda. Los insultos de Caputo no vienen seguidos de ninguna medida efectiva de castigo económico contra el “comunista Boric”.
Caputo sabe tanto como Milei que la economía argentina depende de la chilena y viceversa. Sabe que a las dos las orientan más o menos los mismos libros, las mismas teorías, los mismos principios rectores. Puede Milei odiar a Keynes, pero sabe que a la hora de los quiubos es como pelearse con Galileo o Copérnico. Lo mismo le pasa a Mario Marcel con Friedman.
Ni Boric es comunista, ni Milei es libertariano. Los dos son lo único que se puede ser en el mundo de hoy: quiltros neoliberales de madre o padre socialdemócrata. Si Milei no estuviera gobernando encontraría su gobierno una basura socialista de la peor especie. De hecho, no tenía duda cuando era un simple diputado en llamar a Caputo ladrón e inútil. Lo llamaba así por hacer más o menos las mismas cosas que hace bajo sus órdenes, asegurando que es el mejor ministro de Economía de la historia.
La batalla cultural le permite, entonces, distraer a la opinión de sus fanáticos que podrían sino darse cuenta de que han sido profundamente estafados por el mejor amigo de todas las castas. La batalla cultural tiene otra ventaja que señaló mejor que nadie el escritor español Juan Soto Ivar: No hay en ella sangre ni heridos de verdad. Funas sí, denuncias también, insultos por supuesto, pero no heridas expuestas, ni cárcel, ni pérdidas efectivas de dinero en efectivo. Es así para héroes sin heroísmo, para mártires que odian los sacrificios, para patriotas que invierten sus fortunas en cualquier parte menos en su país, un paraíso perfecto.
Milei, una persona que ama la grandilocuencia, pero se resiste a toda grandeza, que ama la audacia, pero se resiste a todo coraje, nació para ganar todas las batallas culturales, porque una de las armas principales de la batalla es rebajar cualquier argumento y contrincante al barro más cochino y primordial que encuentres. Obligar a que el otro se rinda cuando sabe que no puede ser tan vil, tan vulgar, tan rencoroso como quien solo puede amar a su hermana y a sus perros y odiar a todo el resto del mundo.
Pero llamar “zurdos” a los que no piensan como tú, escupir sobre los comunistas, como sobre los sionistas, los árabes o los inmigrantes termina a la larga por dañar el discurso tanto como la capacidad de que haya diversos actores que puedan decir lo suyo.
Al final es la posibilidad de acuerdos, de respeto, de instituciones, es lo que la batalla cultural destruye para siempre. Es eso, y no otra cosa, la capacidad de respetar al otro, lo que permitió a Chile sacar a millones de chilenos de la pobreza. Es la idea de que los presidentes se suceden en paz, cumpliendo con la Constitución y la ley, la verdadera clave del milagro chileno. Es la idea de que cada nuevo presidente es un Mesías que puede cagarse literalmente, o no, en sus predecesores, lo que hundió argentina.
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