Las recientes elecciones europeas mostraron un retroceso de las fuerzas políticas que sustentan la democracia liberal y un avance de los partidos políticos que la cuestionan.
Actores políticos iliberales, para quienes la democracia no es un principio que los defina, lideran o participan de los gobiernos en Hungría, Italia, Suecia, Finlandia, Eslovaquia y Países Bajos. Tienen grandes opciones de gobernar próximamente en Bélgica, Austria y Francia, pero en casi todos los países de Europa se han convertido en fuerzas relevantes donde hasta hace poco eran completamente marginales.
Son actores diversos, unos más nostálgicos del pasado y restauradores de las tradiciones, otros más definidos por su carácter nacionalista antieuropeo, pero tienen en común su discurso contra la política y las instituciones representativas que no logran acuerdos para encarar las reformas sociales indispensables, su búsqueda de capitalizar el descontento y la rabia que producen los procesos de modernización en diversos sectores sociales y regionales, y sobre todo el rechazo a los fenómenos de migración desbordada que han experimentado los principales países europeos en las últimas décadas.
En Francia, el presidente Macron se vio forzado a disolver el Congreso y anticipar las elecciones legislativas para fines de junio -la otra opción era dimitir- que seguramente lo obligarán a cohabitar con Marine Le Pen de Primera Ministra, perdiendo buena parte de la conducción del país, como ocurrió con Mitterrand y Chirac en 1986. Lo anterior, a sólo dos años de haber sido reelecto justamente ganándole en segunda vuelta a Le Pen, y restándole tres años de gobierno.
Es una apuesta de alto riesgo, buscar movilizar a los electores contra el avance de la extrema derecha -en las elecciones europeas participó sólo 51,5%-, poner a los partidos tradicionales de derecha ante la decisión compleja que los divide de apoyar o no al partido de Le Pen en la segunda vuelta legislativa. Y si lo anterior es insuficiente para evitar un triunfo casi inexorable de la extrema derecha francesa, Macron está seguramente apostando a que gobernar será un desafío complejo para una fuerza política habituada a protestar y no a tomar decisiones considerando las limitaciones financieras, las consecuencias sociales, la correlación de fuerzas interna ni las limitaciones del corsé de la Unión Europea.
Así, llegaría a 2027 (la próxima presidencial) habiendo perdido la ventaja de ser sólo una esperanza, sino con la usura que produce el ejercicio del poder y habiendo contradicho algunos de los elementos constitutivos de su discurso (cualquier semejanza es pura coincidencia…).
La extrema derecha creció en Francia y en el resto de Europa por dos razones principales, a mi juicio. La primera fue la ausencia de una política migratoria que adecuara la llegada de población migrante a la capacidad de acogida del sistema de protección social y controlara estrictamente la migración ilegal. La segunda fue la fragmentación creciente de un sistema político que pudiera generar gobernabilidad para encarar las reformas que el proceso de modernización y globalización exigía.
Viví cuatro años en Francia en los años ochenta y seguí luego su evolución política. Ello me permitió asistir al vaciamiento progresivo del electorado de izquierda -particularmente el comunista- hacia la extrema derecha, movido por el ofuscamiento producido por el avance descontrolado de la población migrante en sus barrios, con el consiguiente desborde de la protección social y el sentimiento de acorralamiento experimentado por el pueblo francés en algunas comunas frente a una población de religión y cultura diferentes.
Lo que ocurre en Europa no es excepcional. Sucede en todas partes. También en Chile. Si las fuerzas políticas de izquierda, centro y derecha que creen de verdad en la democracia liberal no encaran a tiempo y con convicción la necesidad de contener y regular el fenómeno migratorio y no se disponen a poner por delante de sus identidades particulares los intereses del país, de manera que la democracia pueda entregar soluciones a los problemas de la gente, Chile vivirá el mismo proceso.
Si la democracia no es capaz de concordar políticas y programas para que los ciudadanos vivan mejor y el país continué su camino al desarrollo, las personas buscarán otros derroteros. Y seguro habrá personalidades políticas disponibles para ofrecerlo.
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