El desarrollo sustentable no puede prescindir de actividades extractivas. No hay esperanza, por ejemplo, de enfrentar el cambio climático sin ellas. El borrador de la Constitución, sin embargo, las precariza a través de una categoría genérica e imprecisa de bienes.
Los desafíos protagónicos de la historia humana rara vez encuentran soluciones eficaces e indoloras —como la viruela y su respectiva vacuna— pues suelen demandar la ponderación de variables en tensión, tales como la privacidad y eficacia policial, derecho a la vida y derecho a elegir… o preservación de la naturaleza y desarrollo económico.
Todos queremos proteger al medio ambiente. No hay novedad en declararlo ni gracia en defenderlo. Si fuera por ganas, no existirían ni el cambio climático ni la pérdida de biodiversidad, y todos conviviríamos en armonía pachamámica coreando el kumbaya. El punto es que, en paralelo a ese lugar común, convive el anhelo de una casa calentita en invierno, de transporte motorizado, de plátanos importados desde el trópico.
La minería, por ejemplo, genera impactos en las áreas donde se emplaza. Si existiera sobre la faz de la Tierra un equivalente a la vacuna contra la viruela para resolver este intríngulis, todos felices. El punto es que no lo hay. Que la minería es inevitable (al menos para esta etapa de la historia) puede demostrarse de varias maneras. Por ejemplo, en base al cobre y acero que se requiere para suplir el déficit habitacional.
Pero el argumento más elocuente es nada menos que el ambiental: cada nuevo megawatt de energía eólica requiere de al menos 125 toneladas de acero + hierro y otras 4,5 de cobre, y cada nuevo megawatt fotovoltaico exige unas 68 toneladas de acero y 4,6 de cobre. Cada auto eléctrico demanda ~80 kilogramos de cobre, ocho veces más que uno convencional. Todo esto aparte de una docena de otros productos mineros como el níquel y el molibdeno, en una lista que incluye también exotismos como boro, praseodimio y disprosio. Y, con el estado de la tecnología actual, este trío de tecnologías es pieza clave del arsenal en el combate del cambio climático.
Pongamos esto en perspectiva. Cada año se venden unos 70 millones de autos, y se añaden cerca de 1.400 gigawatts. Si todo ello fuera suplido por vehículos eléctricos y por energía eólica y solar se requerirían unos 6,9 millones de toneladas de cobre adicional cada año, más que los 5,7 millones que hoy produce Chile completo, de lejos el principal productor a nivel mundial. Escondida, El Teniente, Chuqui, todo. Y esto sin siquiera contar camiones, buses y otros vehículos.
La Convención tenía la oportunidad de buscar el equilibrio entre la conservación de la naturaleza y el aprovechamiento de los elementos que la componen, esencial para el progreso de esta y las futuras generaciones, y para el combate del cambio climático. Es lo que se conoce como el principio de desarrollo sostenible. En lugar de eso, puso en oposición la protección y el desarrollo humano a través de los bienes comunes naturales, una categoría genérica e imprecisa de bienes, cuyo uso queda precarizado a través de autorizaciones administrativas no protegidas por el derecho de propiedad.
La alternativa estuvo sobre la mesa. La Convención discutió una formulación que apuntaba a conseguir esa difícil armonía.
Es obligación del Estado garantizar un desarrollo sostenible y ambientalmente equilibrado, que conserve la biodiversidad y asegure la satisfacción de las necesidades de las generaciones presentes y futuras. En cumplimiento de esta obligación velará por la utilización racional de los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de vida de las personas y defender y restaurar el medio ambiente, con el objetivo de que, privilegiándolos, los seres humanos puedan desarrollarse dignamente.
Pero fue rechazada. Surge entonces la duda si acaso el camino escogido nos permitirá calibrar ambos polos en tensión; si acaso seremos capaces de conjugar la superación de la pobreza, la provisión de pensiones suficientes, la vivienda digna consagrada en la nueva Constitución y todos esos otros derechos sociales que sólo una economía dinámica es capaz de ofrecer.
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