El resultado del plebiscito de salida -con la opción Rechazo obteniendo un nivel de apoyo que nunca nadie entrevió- ha exacerbado la imaginación de ciertos líderes de oposición en cuanto a que no sería necesario ni conveniente continuar con el proceso constituyente. Esto se aprecia sobre todo en los sectores más a la derecha del espectro, tanto en el Partido Republicano como en algunos grupos vociferantes que usan el amedrentamiento como arma de acción política.
El presidente de la UDI, Javier Macaya, fue objeto de esta odiosidad: camino a un programa de televisión fue encarado por hombres y mujeres encabezados por “Pancho Malo”, un conocido activista de ultraderecha que no tiene reparos a la hora de amenazar física y verbalmente a sus contradictores. El convencimiento de Macaya de que Chile Vamos debe cumplir con su promesa de continuar con el cambio constitucional fue suficiente para tildarlo de “traidor”, “vendido” y otros epítetos similares.
¿A qué se debe esto?
Una explicación cortoplacista propondría que el 62% de la ciudadanía habría manifestado su rechazo no sólo al texto propuesto por la Convención, sino a la idea misma de tener una nueva Constitución. El referéndum de octubre de 2020, cuando cerca del 80% de los votantes dijo que Sí al cambio constitucional, sería algo así como una anécdota añeja y poco relevante; tan irrelevante que simplemente no merecería la atención de la dirigencia política.
Por el contrario, una explicación estructural debe considerar cuestiones que van mucho más allá de las causas y efectos de lo que ha ocurrido en Chile en los últimos tres años. Lo que hoy está en juego no es muy distinto a lo que se ha venido discutiendo desde al menos una década en sede académica, y que se puede resumir en las siguientes preguntas: ¿cómo resolver la trama “constituyente” que implica haber diseñado una Constitución en dictadura? ¿De qué manera lograr que una mayoría de chilenos y chilenas se sienta “constitucionalmente” identificada con la Ley Fundamental?
Respecto a lo primero, hay quienes sostienen que la gran cantidad de reformas que ha experimentado la Constitución vigente hace imposible hablar de la “Constitución de Pinochet”. En términos concretos y materiales, ello es correcto: nadie de buena fe podría decir que el texto que nos rige es sustancialmente similar al que surgió de la discusión constituyente de los setenta y principios de los ochenta. Ocurre, sin embargo, que el análisis material debe ir acompañado de una reflexión más abstracta y simbólica, ya que, de otra forma, corremos el riesgo de perder de vista el peso que suelen tener los orígenes a la hora de evaluar la legitimidad de ejercicio de las constituciones.
En efecto, a diferencia de las leyes fundamentales de 1833 y 1925 (ambas “reformas” de sus antecesoras), la de 1980 tuvo el objetivo de “refundar” los cimientos de la convivencia política, social y económica del país, con la consecuente marginación de todos aquellos que no sostenían las mismas ideas de los redactores de su articulado. Es ese espíritu refundacional el que explica por qué, más de cuarenta años después, seguimos debatiendo sobre la ilegitimidad de la Constitución vigente. El origen ha pesado más que los cambios implementados durante su ejercicio.
Ahora bien, las discrepancias sobre la materia no se dan únicamente en un plano constituyente, sino también en uno constitucional. Por mucho que nuestra crisis no se resolverá por redactar una nueva Constitución, es indudable que las políticas públicas y el ordenamiento jurídico del Chile del siglo XXI requieren de ajustes significativos para responder a las demandas de la ciudadanía. El cuidado del medioambiente, por ejemplo, no era un reclamo transversal hace dos o tres décadas; hoy, en cambio, sería impensable que la futura Constitución no lo considerara dentro de sus prioridades. Lo mismo puede decirse de la urgente necesidad de descentralizar la toma de decisiones en los distintos espacios de representación popular.
Todas cuestiones estas últimas que difícilmente pueden enfrentarse y solucionarse reformando la Carta actual; no sólo porque se trata de temáticas que merecen ser diseñadas detenidamente y considerando las distintas visiones que existen al respecto en el país, sino porque seguiríamos sin hacernos cargo de la división que todavía produce el hecho de que el origen de la Constitución remita a la dictadura. La Convención tuvo la oportunidad de hacerlo, pero muchos de sus miembros prefirieron darse gustitos identitarios más que redactar un pacto de unidad.
Así las cosas, los partidos que creen en la deliberación constituyente (y que al mismo tiempo entienden los límites de toda buena Constitución) están ante la oportunidad de presentar al país una salida institucional y perdurable en el tiempo. El compromiso de Chile Vamos de continuar el proceso es una buena señal en tanto (i) permite diferenciarse de la derecha más recalcitrante y (ii) asume una comprensión cabal del dilema constituyente y constitucional.
Más vale, como bien dijo Macaya, ser considerado “traidor” que incumplir una promesa política de tanta envergadura. Es la hora de desmarcarse de los extremos, de acercarse a los sectores moderados y de apelar al sentido común. Es hora, en fin, de los políticos que entienden que los países deben mirar al futuro, pero sin desconocer las heridas del pasado.
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