La caída del hombre en los hechos encargado de la seguridad nacional es siempre para cualquier país una noticia alarmante. Lo es aún más cuando al mismo tiempo están cayendo, en parecidos desprestigios, fiscales y ministros de la Corte Suprema y ex autoridades varias. Pero la caída de Manuel Monsalve tiene colores y horrores propios, que hacen que no pueda evitar obsesionarnos como obsesionan las pesadillas cuando tienen algo de trauma.
Manuel Monsalve llegó donde llegó porque irradiaba eso mismo que perdió para siempre esta semana: Confianza. La confianza con que aprietan las manos los doctores en provincia dejando la impresión en los pacientes que va a estar todo bien.
No del todo bien parecido, pero de rasgos firmes y de mirada segura enclavada en el fondo de unas cejas profundas, su infancia y adolescencia también meritocrática y provinciana inspiraron el resto de simpatía que necesitaba para, sin descollar intelectualmente, ser un líder natural. Esa facultad de producir tranquilidad, responsabilidad, preocupación, lo llevó naturalmente a dirigir consultorios, departamentos municipales, servicios comunales, todo en su lugar de origen, la región del Biobío.
Sin otro brillo que ese, la mirada y la mano firme, un vocabulario sin imaginación, pero sin máculas, una cierta seguridad en sí mismo, pudo pasar de las jefaturas de varios servicios en el gobierno de la Presidenta Bachelet a ser diputado por varias circunscripciones de su región.
No fue un diputado descollante, tampoco fue uno de los que suelen avergonzarnos periódicamente. Participó de algunas de las acusaciones constitucionales, y retiros varios, pero no destacó tampoco entre los campeones de las distintas frondas que caracterizaron ese Parlamento, uno de los peores, con este, de nuestra historia reciente.
Manuel Monsalve llegó al ministerio del Interior justamente por ser un hombre del interior, del interior del Partido Socialista. Asumió en el gobierno el papel de hombre duro, serio, preocupado ante todo y sobre todo de la seguridad. Consiguió en esta última encarnación algunos logros innegables, aunque no del todo satisfactorios tampoco.
Al menos parecía imbuido del rol de zar de la seguridad. Ahora sabemos que ese hombre, que debía saberse seguido y vigilado por toda suerte de policías y de bandas delictuales andaba sin escolta una noche de domingo “seduciendo”, algo peor, mucho peor, a una funcionaria que dependía total y completamente de él.
Una mujer varias décadas más joven que él, a la que le habría ofrecido cursos de inglés y quien sabe que otra imaginaria dádiva, a cambio de escucharlo desvariar sin rumbo cierto, o con un solo rumbo cierto, un barranco de explicaciones inexplicables y un par de escenas de amnesia que quisiéramos todos poder olvidar, pero que alojan en el centro de nuestro inconsciente colectivo.
No me corresponde a mí juzgar un caso en desarrollo. No necesito hacerlo. Lo poco o nada en que la versión de la denunciante y la del denunciado coinciden es ya, del punto vista de la seguridad del país, de la salud de sus instituciones, de la decencia misma de la política, y de la sobrevivencia de este gobierno, un descalabro de proporciones bíblicas.
Porque más allá de la cantidad de pisco sour consumidos o consumados, lo que hay aquí es un hombre que no quiso medir, en momento alguno, no solo sus responsabilidades como humano, marido, padre, jefe, sino como ministro del Interior subrogante encargado al otro día de comunicar el triste balances de muertos, accidentados, violados y abusados de un fin de semana para siempre demasiado largo.
La confianza tiene eso de ciega: que el que sabe darla, se la toma también. El que cree que tiene a todos vigilados, controlados, arrestados, piensa que él puede salvarse de cualquier embrollo en que se mete. Puede él hacer lo que prohíbe no solo porque es ciego o tonto, sino porque sabe que en eso y solo en eso consiste el poder: hacer lo que los otros no pueden y seguir, como si nada, adelante. Aunque por cierto nunca resulta del todo. No en vano el destino común de los zares de la seguridad es el mismo que el de los zares del delito que persiguen a veces desde demasiado cerca.
El puritano piensa que los humanos podemos mejorarnos de la enfermedad de ser débiles y crueles, lujuriosos o tontos. El hecho de que, en el corazón mismo de un gobierno feminista, un gobierno que expulsa por miradas lascivas o entrevistas no publicadas, un subsecretario se tomara la libertad de volver al derecho a pernada del siglo XIX, no debe sorprender a nadie.
Los humanos cambiamos, pero no mejoramos. Los que aman dar sermones aman también negar para ellos mismos sus efectos. Lo que sucede entre él y ella es una tragedia que los concierne a ellos y a la justicia que deberá fallar el caso, esperemos, con la mayor celeridad y severidad.
La incapacidad de pensar que hay un país asustado, dividido, dolorosamente marginado, que espera de sus dirigentes constancia, dedicación pero también contención, es nuestra tragedia. La de no tener, entre quienes nos gobiernen, personas capaces de gobernarse a sí mismas.
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