Los sucesivos retiros de fondos previsionales en Chile constituyen un caso paradigmático de presentismo: la satisfacción de preferencias actuales que importan altos costos para el futuro. Para la lógica presentista, lo que importa es el aquí y el ahora. Ya nos ocuparemos de las necesidades del mañana. A fin de cuentas, parafraseando a John Maynard Keynes, en el largo plazo estamos todos muertos.
El problema previsional es un típico “problema largo”, diría el politólogo de la Universidad de Oxford, Thomas Hale. En su definición, los “problemas largos” son aquellos cuyas causas y efectos están distanciados por más de una generación. El ejemplo preferido de Hale es la crisis climática: el mundo se ha industrializado en base a la quema de combustibles fósiles, y en consecuencia ha mejorado sustantivamente su calidad de vida material, pero las emisiones liberadas en la atmósfera anticipan un futuro color de hormiga. Como en el caso previsional, pan para hoy, hambre para mañana.
En su reciente libro Long Problems: Climate Change and the Challenge of Governing Across Time (2024, Princeton University Press), Hale explica por qué es tan difícil que nuestras instituciones políticas se hagan cargo del futuro. En primer lugar, porque los “problemas largos” exigen que actuemos cuando las consecuencias aún son difusas, inciertas o desconocidas para la población. Es la “paradoja de la acción temprana”: ningún gobierno pospone las urgencias o sacrifica beneficios inmediatos para resolver problemas que la ciudadanía aun no considera dramáticos, aunque esta inacción resulte finalmente más costosa.
En segundo lugar, porque las más afectadas por los “problemas largos” son las generaciones que están por venir, cuyos intereses son olímpicamente ignorados. Sin capacidad de movilización e intervención en el debate público, nadie se preocupa de representar a las futuras generaciones. Del mismo modo que nuestra “orgía de consumo” presente, como le llama teórica política Catriona Mckinnon, tendrá efectos desastrosos en la calidad de vida de los que aún no han nacido, la implementación de un sistema previsional de “reparto” constituye una carga injusta para las nuevas generaciones que aún no se incorporan al mercado laboral.
En tercer lugar, sostiene Hale, los “problemas largos” son difíciles de resolver porque las instituciones que creamos para abordar la fase temprana de un problema, quedan “desfasadas” en la medida que dicho problema evoluciona. Naciones Unidas es un buen ejemplo: se crea para organizar la paz mundial después de la Segunda Guerra, otorgándoles especiales poderes a los ganadores de dicho conflicto, lo que dificulta el abordaje de conflictos internacionales en el marco de un nuevo equilibrio de fuerzas.
Las instituciones que la comunidad global instauró para lidiar con la crisis climática también sufren ese “desfase”: comenzaron enfocándose en mitigación, y en los últimos años han tenido que ensanchar su repertorio para incluir adaptación y compensación.
La combinación de la paradoja de la acción temprana, la invisibilidad de los intereses futuros y el desfase institucional, dificultan nuestra capacidad de resolver los problemas largos. Sin embargo, Hale no sucumbe al pesimismo. Por el contrario. La tesis de su libro que es que la humanidad ya ha puesto en marcha mecanismos y sistemas capaces de aislar desafíos futuros de las presiones políticas del presente.
En algunos países existen comisiones de futuro, por ejemplo, encargadas de proyectar los impactos de las decisiones públicas en el largo plazo. Varias constituciones, agrega, incorporan el imperativo de velar por las generaciones que están por venir.
Thomas Hale piensa que estos mecanismos son perfectamente compatibles con la democracia liberal. A fin de cuentas, las democracias liberales operan a través de pesos y contrapesos, encarnados en instituciones que limitan la voracidad de las mayorías contingentes al sustraer ciertas decisiones de su control. Piense en cortes de justicia, bancos centrales, o tratados multilaterales.
Si los contrapesos de la democracia liberal fueron instituidos para para protegernos de la “tiranía de la mayoría”, sostiene el filósofo alemán Jörg Tremmel, otros tantos controles pueden instituirse para proteger a las futuras generaciones de la “tiranía del presente”.
Sin embargo, el reclamo “democratizador” del populismo contemporáneo consiste precisamente en repudiar dichos controles, en la medida que constriñen la realización de la voluntad popular. Esta es la razón por la cual muchos populistas dicen que son democráticos pero no liberales: quieren que el poder, que ha sido depositado en órganos no electos con racionalidad tecnocrática, regrese al pueblo.
El populismo se compromete con la satisfacción de las necesidades del aquí y el ahora. Su impaciencia constitutiva le imposibilita lidiar con el largo plazo. La exigencia de sacrificios presentes a cambio de beneficios eventuales no está en su lógica. La propuesta de Hale es compatible con la democracia liberal, pero menos con la democracia entendida en clave populista.
Hace rato que la teoría política normativa reflexiona sobre nuestros deberes de justicia intergeneracional. Pero estas reflexiones no tienen mucho impacto si esos principios no se encarnan en instituciones políticas. En este sentido, el libro de Hale es una contribución a la floreciente literatura sobre la necesidad de tomarse el futuro en serio.
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