“No más pitutos”. Así de enfática era la pieza de la franja electoral del candidato presidencial Gabriel Boric, en la que se prometía instaurar un nuevo estándar en materia de contratación de personal en la administración del Estado. Evidentemente, no cumplió. Bastaron un par de semanas tras su elección para que los chilenos fuéramos testigos de cómo uno de los compromisos más significativos de su campaña, y también de los más esperados por la ciudadanía, se desmoronaba.
Nombramiento tras nombramiento, resultó tremendamente fácil evidenciar una densa y compleja red de parentescos y círculos de amistades del Primer Mandatario que coparon ministerios, gabinetes y embajadas. Javier Velasco, el actual y controvertido embajador de Chile en España, es quizás la figura más icónica de aquello.
Velasco, a diferencia de múltiples profesionales que forman parte de nuestro servicio exterior, no cuenta ni con la preparación, ni la experiencia, como tampoco con la sobriedad ni la prudencia que exige la función diplomática. Sin embargo, quizás consciente de su condición de intocable, el embajador parece jactarse de su falta de criterio, como esos adolescentes malcriados que saben que nunca deberán enfrentar las consecuencias de sus actos porque sus adultos responsables jamás los reprenderán.
Pero la cuestión parece tener raíces más profundas. La generación frenteamplista nunca ha debido enfrentar el peso ni el rigor de tener que asumir responsabilidades ante un superior. Es una generación que ni siquiera tuvo que decir “chao jefe” cuando llegó al poder, porque, de hecho, nunca tuvieron jefes. Saltaron directamente de la agitación estudiantil al parlamento.
Ahí, sus empleadores fueron sus amigos diputados, como en el caso de Velasco, que trabajó como asesor de Gonzalo Winter, mientras que otros se beneficiaron de los generosos programas de Becas Chile cursando estudios de posgrados para luego aplicar sus heterodoxas teorías y enfoques, con la población chilena como gran campo experimental. De ahí que el acto de rectificar, acatar órdenes o disciplinar la conducta sean acciones que no existen en la corta hoja de vida laboral de esta generación gobernante.
Es por eso que el presunto “llamado al orden” que el Presidente Boric realizó a su amigo íntimo, el embajador Velasco, tras sus declaraciones en un foro en Madrid, donde invitó a las empresas peninsulares a proveer armas a Chile tras la decisión del actual gobierno de someter a revisión la política de defensa con Israel, finalmente no se tradujo en nada. Porque en el fondo, Velasco sigue gozando de la confianza de Boric, porque al parecer, el Presidente considera que la política exterior debe guiarse más por afecto que por talento.
En la historia abundan casos de amigos de gobernantes que, en lugar de facilitarle las tareas de gobierno a sus camaradas, terminaron convirtiéndose en auténticos dolores de cabeza para ellos. En el Imperio Romano, el emperador Cómodo nombró en puestos clave de la administración de gobierno a una cúpula de amigos designados como “los favoritos”, quienes solo contribuyeron a aumentar el resentimiento y descontento hacia el emperador, actuando con falta de criterio, corrupción y ostentación de poder.
De hecho, el historiador Edward Gibbon, autor del clásico texto “Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano”, sitúa en la erosión de valores morales promovidos por los romanos, como la frugalidad y la disciplina, una de las principales razones de la caída de ese monumental imperio.
La lección de la historia es clara: los gobiernos que priorizan la lealtad personal sobre el mérito y la capacidad profesional están destinados a enfrentar serios problemas de credibilidad y confianza.
Con amigos como Velasco en el ejercicio del poder, el Presidente tampoco requiere de grandes enemigos.
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