El baile de máscara en el que se ha convertido la negociación para continuar con el itinerario constitucional podría hacernos perder de vista lo verdaderamente importante: el país necesita cerrar lo antes posible el dilema constituyente para que, como sensatamente dijo el expresidente Ricardo Lagos, podamos discutir en el marco de la Constitución y no sobre ella.
Para eso, es clave que los negociadores tengan una mirada de largo plazo, conscientes como deberían ser de que los cambios constitucionales, para que sean funcionales y perdurables, habrán de responder a demandas y necesidades intergeneracionales.
Apoyarse en la historia, la sociología, la filosofía política y otras ciencias sociales y humanidades afines podría ser aquí de gran ayuda, en tanto disciplinas que suelen ir más allá de la contingencia. Digo esto pensando sobre todo en los intelectuales y académicos de centroderecha, cuya labor en los últimos años ha combinado (virtuosamente, según lo veo) una mirada en general a favor del cambio constitucional, pero sin caer en los impulsos refundacionales que fueron ampliamente rechazados el pasado 4 de septiembre. Veamos.
Existe consenso de que el Acuerdo del 15 de noviembre de 2019 abrió un proceso constituyente en Chile: ese día, y en gran medida debido a los acontecimientos provocados por el estallido social, se fijaron las líneas centrales de lo que terminaría siendo el plebiscito de entrada, la elección de convencionales, el trabajo de la Convención y el referéndum de salida.
Reducir el antecedente inmediato del proceso a esa fecha no hace justicia, sin embargo, a las voces que, al menos desde 2016, vienen insistiendo que el país requiere una nueva Constitución. Voces que se encuentran en la izquierda y en la centroizquierda, pero también en tradiciones que habitualmente se (auto)reconocen como de centroderecha.
A pesar de sus diferencias, académicos conservadores, liberales y socialcristianos han compartido una preocupación similar: de no contar con un pacto constitucional redactado en democracia y legitimado por las grandes mayorías, se corre el serio peligro de mantener el debate constituyente indeseablemente abierto. En un contexto de múltiples crisis estructurales, cerrar la discusión constitucional parece ser una cuestión de sobrevivencia.
Pero no sólo hay razones pragmáticas para apoyar la redacción de una nueva Ley Fundamental. Intelectuales de esos sectores han planteado asimismo que el origen de la Constitución actual es un problema que difícilmente puede resolverse por la vía de una mera reforma.
Es verdad que la Constitución vigente no es simplemente “la de Pinochet” (decir eso es negar todo el camino recorrido por la Concertación y el país durante los últimos 30 años). No obstante, también es cierto que la ilegitimidad de origen de la Carta de 1980 se remonta al instante en que la Junta Militar se arrogó la potestad constituyente, allá por septiembre/noviembre de 1973, y que ninguna modificación posterior ha sido capaz de solucionarla. Escribir una Constitución en democracia es, en ese sentido, una suerte de ajuste de cuentas con la historia reciente.
¿Quiere decir esto que el nuevo texto debe barrer con nuestra tradición -tal como intentaron hacer los convencionales de izquierda- y refundar la convivencia política, social y económica del país? No, por supuesto que no.
De hecho, distintas contribuciones de académicos de centroderecha (que van desde columnas de opinión a libros de historia política, pasando por entrevistas, cartas al director y artículos internacionales) han planteado la necesidad de que instituciones y principios recogidos por nuestras constituciones históricas tengan cabida en el futuro. La permanencia del Senado, la defensa de la autonomía del Banco Central y el diseño de un régimen presidencial que combine eficacia y gobernabilidad son tres ejemplos (hay muchos más) del tipo de cuestiones al que le han dedicado tiempo e interés.
Lamentablemente, en las últimas semanas algunos líderes de derecha concentrados en el Partido de la Gente y el Partido Republicano han creído ser dueños del 62% del Rechazo, olvidando que lo que votamos ese día fue un proyecto constitucional específico, no el objetivo de redactar una nueva Constitución. Muchos “aprobistas” de entrada fuimos “rechacistas” de salida, pero eso no quiere decir que el problema constitucional se haya solucionado ni menos que la crisis se haya acabado por arte de magia. Las fuerzas contrarias al Apruebo obtuvieron ese porcentaje precisamente porque fueron capaces de superar el eje izquierda-derecha.
Así las cosas, ni la pulsión refundacional de las izquierdas ni el inmovilismo endémico de cierta derecha nos sacarán del atolladero. Aquí es donde la labor de los intelectuales y el poder atemporal de las ideas están llamados a jugar un rol preponderante. En efecto, por muy cambiante que sea la realidad social, hay cuestiones simbólicas y prácticas que se mantienen imperturbables en el tiempo. Una de esas es el imperativo de contar con una Constitución que no sea propiedad de algún grupo, sino el resultado de una deliberación pausada en donde las mayorías circunstanciales no aplasten a las minorías. Ese solo objetivo merece el más fuerte de los apoyos.
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