La política responde a tiempos muy distintos según se trate de cuestiones de corto o largo plazo. Construir un proyecto que sea legítimo y perdurable no es tarea fácil, pues muchas veces exige abandonar la tiranía del presentismo por objetivos que, si bien pueden sonar coyunturalmente contraproducentes, buscan tener una mirada estructural e intergeneracional del asunto entre manos. Hoy, que el Congreso se encuentra en una nueva negociación constitucional, conviene tenerlo especialmente en cuenta.
La historia enseña que los buenos políticos son aquellos que logran ver más allá de la contingencia; los que entienden que la toma de decisiones requiere de análisis pausados y certeros; los que son conscientes de que la suerte es pasajera y que clavar la rueda de la fortuna es cosa de pocos; los que saben leer el presente sin desconocer el pasado ni alardear sobre el futuro.
Buenos políticos son los que, a su vez, reconocen que las elecciones son un arma de doble filo y que lo que un día se ve como una victoria aplastante de un sector sobre otro, unos meses después puede significar todo lo contrario. En especial en sociedades que, como la chilena, el electorado parece estar votando más por cuestiones prácticas o materiales que por un convencimiento ideológico profundo.
En ese sentido, arrogarse la representación del pueblo y ejercer unilateralmente la voluntad popular suele ser pan para hoy y hambre para mañana. No hay que retroceder muchos años para encontrar ejemplos en esa línea: cuando la actual coalición de gobierno, Apruebo Dignidad, interpretó el resultado del plebiscito de entrada como un mandato para hacer y deshacer con la institucionalidad chilena, sus miembros perdieron de vista algo tan básico como que nadie, ni siquiera el más talentoso y popular de los líderes, es dueño de los votos de la ciudadanía.
Me temo que ahora está ocurriendo algo similar, aunque con motivo de los resultados del referéndum de salida y a partir de la vereda ideológica opuesta. No cabe duda de que en la actualidad se respira un cierto hastío con la discusión constituyente: llevamos años debatiendo sobre mecanismos, principios, bordes, artículos, sistemas de gobierno y formas de Estado. Pero eso no quiere decir que la demanda por tener una nueva Constitución se haya desvanecido, muy a pesar de lo que nos quiera hacer creer el ala más a la derecha del espectro.
¿Qué hay detrás del 62% del Rechazo? Ya que es muy pronto para tener un diagnóstico claro y concreto de lo que ocurrió el 4 de septiembre, sólo cabe aventurar algunas conclusiones generales. Por un lado, la elección redefinió el eje izquierda/derecha tal como lo habíamos conocido desde la recuperación de la democracia, lo que la transforma inmediatamente en un evento con implicancias profundamente históricas.
Esta alianza entre fuerzas diversas fue posible, por otra parte, gracias a las muchas y muy distintas razones para desaprobar el trabajo de la Convención. En efecto, el extremismo identitario de los convencionales chocó con una extendida reacción contraidentitaria; reacción que parece haber cruzado transversalmente a generaciones, estratos socioeconómicos, territorios y posiciones ideológicas. La realidad mostró que el Rechazo era mucho más que la derecha tradicional y las mentadas “tres comunas”.
Es precisamente esa multiplicidad de factores y actores involucrados lo que hace literalmente imposible depositar en uno u otro bando la responsabilidad del resultado. De hecho, hubo muchos “rechacistas” de salida que fueron “aprobistas” de entrada, es decir, muchos que se resistieron a la propuesta de los convencionales, pero no al objetivo de redactar una Constitución en democracia y mediante un mecanismo que mezcle representatividad, participación y eficacia.
Así las cosas, los grupos de derecha que se piensan a sí mismo como los voceros únicos del Rechazo están cometiendo el mismo error que la izquierda radical después del 25 de octubre de 2020: preocupados de las encuestas y de hacer cálculos electorales contingentes, están confundiendo lo coyuntural con lo estructural, lo político con lo constituyente, convencidos como están de que basta introducir un par de reformas por acá y por allá para salir del entuerto. El voluntarismo de esta posición es notoria: no se hace cargo del problema de fondo.
¿Quiere decir esto que sólo una nueva Convención nos permitirá salir del atolladero? Por supuesto, en estas cosas no hay nada inevitable ni taxativo. A mi manera de ver, sin embargo, un cuerpo democráticamente elegido (más pequeño que el anterior, formado por personas idóneas, con un rol activo de los expertos y donde los independientes y los escaños reservados no estén sobrerrepresentados) es condición necesaria para destrabar la ilegitimidad de origen que nos persigue desde 1980.
Para lograr lo anterior, los negociadores del acuerdo habrán de aceptar que el Congreso “delegue”, al menos por un tiempo, el poder constituyente en el nuevo órgano (“delegue” y no “ceda del todo”, pues la continuidad del proceso dependerá siempre de la voluntad del Congreso). Ello, insisto, no sólo dotaría de legitimidad democrática a la futura Constitución, sino que permitiría que, una vez consensuado el mecanismo, nuestros parlamentarios se dediquen a hacer la pega que muchos en el gobierno se han negado a hacer: mejorar las pensiones, destrabar las colas hospitalarias, bajar los índices de criminalidad, combatir al narco y dinamizar la economía.
En una crisis sistémica como la que estamos experimentando es indispensable que los subsistemas que conforman el régimen político se aboquen cada uno a lo suyo. Pedir al Congreso que, además de legislar, ejerza la potestad constituyente es estresar demasiado la capacidad de acción de los parlamentarios. Que más bien se dediquen al tiempo corto de la política, mientras el nuevo órgano administra las reglas del tiempo largo.
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