Comenzó como una utopía global: las redes sociales inauguraban lo que algunos llamaron Internet 2.0, creando comunidades en línea y democratizando no solo el acceso a la información sino a la generación de contenidos. En la red, tú y yo conversamos como iguales, decía Barack Obama en su innovadora campaña de 2008. Su victoria fue entonces interpretada como un cambio (positivo) en las reglas del juego político: los representantes bajarían de las nubes y se conectarían con los representados en una nueva plaza pública, transparente y radicalmente igualitaria. Luego vino en 2011 la Primavera Árabe y con ella la confirmación del poder disruptivo y emancipador de las redes sociales. En la plaza Tahrir de El Cairo se vendían camisetas con los símbolos de Facebook, Twitter y YouTube. No había necesidad de incorporar algún mensaje ideológico: representaban por sí mismos la lucha contra el autoritarismo y la represión.
Luego vino 2016 y la marea comenzó a cambiar. La victoria de Trump en Estados Unidos y el resultado del Brexit en Reino Unido fueron explicados parcialmente por la influencia de tecnologías digitales, controladas por el poder del dinero o los intereses geopolíticos foráneos. No se trataba solamente del mundo progresista respirando por la herida. Era otra cosa: habíamos descubierto que las redes sociales eran caldo de cultivo de noticias falsas y generaban una espiral de polarización de dudoso beneficio para la democracia. Hoy, quedan pocos optimistas. La percepción generalizada entre los intelectuales y académicos es que la historia tomó un curso desviado, y son varios los que piensan, habitando las tradiciones de pensamiento más diversas que van desde Cass Sunstein hasta Byung-Chul Han, que quizás sea hora de hacer algo al respecto.
En términos muy generales, el diagnóstico es el siguiente: las nuevas tecnologías de información y comunicación, especialmente Internet, auguraban una era de expansión del conocimiento. Con tantas fuentes a nuestra disposición, nuestros juicios serían más complejos y mejor fundados. El poder mediático que antes concentraban unos pocos emisores sería finalmente desagregado: todos tendríamos la oportunidad de ser escuchados. Piénselo así: durante gran parte de la historia de la humanidad, la comunicación fue uno-a-uno. Luego de la invención de la imprenta, de uno-a-muchos. Lo que estaríamos presenciando en la actualidad no sería menos revolucionario: ahora nos comunicamos de muchos-a-muchos. Cualquiera se vuelve viral. He ahí su potencial democratizador.
Sin embargo, nuestros juicios no se volvieron más informados o complejos. La lógica que subyace a las redes sociales tocó una fibra ancestral: la necesidad humana de juntarnos con los que piensan igual. En lo que algunos han llamado el fenómeno de la cognición cultural, corrimos a abrazar la evidencia que confirmaba nuestras creencias preexistentes, y descartamos aquella que podía resultar desafiante, o nos produjera alguna disonancia. A fin de cuentas, recordaron otros, el Homo Sapiens no evolucionó a través del escrutinio riguroso y sistemático que hoy asociamos al método científico, sino más bien gracias a la lealtad tribal que nos permitía enfrentar la incertidumbre del mundo. En corto, es mejor estar equivocado en patota que acertar en solitario. Nunca nos interesó demasiado la verdad, sino la justificación epistemológica suficiente que nos regalara la tranquilidad de estar en el bando correcto.
Siguiendo esta teoría, las redes sociales no inventaron nada, sino que activaron y amplificaron una tendencia natural. El resultado no es políticamente irrelevante. Hay muchos que creen que una democracia sana es aquella en la cual contrastamos puntos de vista. Para hacer eso, es menester encontrarse con los otros, con los distintos a mí. Las redes sociales nos entregan una visión de la realidad que se acomoda a nuestras creencias preexistentes, con pocos incentivos a salir de nuestras burbujas o cámaras de resonancia, como se las ha llamado. Más que polarización ideológica, se ha dicho, esto alimenta una dinámica de polarización afectiva. Por lo mismo, se ha vinculado el auge de las redes con la cultura populista que entiende a la sociedad como un enfrentamiento maniqueo entre buenos y malos, héroes y villanos, amigos y enemigos. Una vez que salgo de mi espacio de autoconfirmación epistémica y moral, como le ocurrió a tantos en el reciente plebiscito, me sorprendo -y a veces me escandalizo- al saber que hay gente que no piensa como yo. En ese momento, por economía mental, me sale más fácil tacharlos de tontos o inmorales.
He aquí el dilema: el radical igualitarismo mediático de las redes sociales democratiza en la medida que entrega a todos una voz, pero sin filtro de veracidad o adecuación a la realidad. Como estamos predispuestos a creer todo aquello que refuerza mi pertenencia tribal y evita disonancias cognitivas, vamos abandonando los ejercicios de racionalidad compartida, convirtiendo la política en una carrera armamentista de “vilificación” del adversario. Y en las carreras armamentistas, sabemos, son pocos los incentivos a detenerse si el otro no lo hace. Se ven lejanos los días, casi cándidos y panglosianos, en los cuales celebramos las virtudes de la era digital. En la mayoría de los círculos intelectuales, el ambiente ahora oscila entre la cautela y la ambivalencia hasta el franco pesimismo, motivado por la intuición de que hay algo fundamentalmente incompatible entre la lógica de las redes sociales y el tipo de actitudes que requiere una cultura política democrática robusta.
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