El ataque económico lanzado por el gobierno de Donald Trump contra siete universidades de élite norteamericanas, acusándolas de adoctrinamiento, discriminación y antisemitismo, es la batalla más cruenta de una guerra que -al menos desde los años 70´-, libran la derecha e izquierda norteamericanas por el control de la educación superior.
Un ejemplo es el caso de Bob Jones University, en 1983, cuando se obligó a una universidad conservadora -con sanciones económicas similares a las de hoy- a cambiar su política de admisión.
Otro es la reciente forzada renuncia de Claudine Gay, entonces presidente de Harvard, acusada de antisemitismo y plagio, además de ser blanco de fuertes críticas por ser beneficiaria de la discriminación positiva.
Lo que sorprende en este round, impulsado por el gobierno de Donald Trump, es la inédita dureza con que se pretende ganar la batalla cultural, que amenaza seriamente la autonomía y el financiamiento del sistema universitario norteamericano. Además de poner en riesgo avances científicos y agudizar el ya conflictivo ambiente en los campus.
Para entender lo que ocurre en Estados Unidos – y evitar eventos similares en Chile, donde existen varios elementos que podrían derivar en una confrontación similar- hay que poner atención a tres fenómenos.
Primero, se debe considerar que esto es muy anterior a Donald Trump. Es el resultado de una corriente intelectual que ha capturado al Partido Republicano y que hace tiempo pedía una política dura en esta materia.
Esa corriente estima que las universidades están controladas por lo que han denominado izquierda posmoderna, la que sostiene que todo son luchas de poder. No hay ciencia, sino sólo perspectiva, y la verdad es una decisión política.
Por lo mismo, esa izquierda se sentiría con el derecho a excluir a quienes no piensen como ellos, convirtiendo a las universidades en los templos desde donde pregonan e imponen sus ideas, y cobran altísimos “diezmos” a los estudiantes que necesitan sus títulos para asegurarse una vida de clase media.
El argumento puede verse de forma sintética en el discurso “The Universities Are the Enemy” pronunciado por el actual vicepresidente JD Vance en 2021, el que vale la pena escuchar para entender la justificación pública de estas acciones.
El segundo factor es la popularidad de estas medidas impulsadas en el actual gobierno. Se trata de una de las pocas cosas que unen a los múltiples y disímiles grupos (conservadores, libertarios, antisistema) que apoyan a Donald Trump.
Las encuestas muestran que los excesos de la izquierda radical han creado resentimiento en la población. Las encuestas muestran que son cada vez más los norteamericanos que desconfían de las universidades y sus profesores (36% confía mientras 32% desconfía, Gallup 2023).
Una mayoría, además, considera que en los campus no se puede hablar si es que no se comparten las ideas de la izquierda radical (60%, Knight-Ipsos, 2024), y que las políticas de inclusión son rechazadas por atentar contra el mérito (Pew Research, 2023).
El tercer factor es que falta fundamento social robusto para la defensa de la autonomía de dichas universidades, pues no son vistas por la población como espacios para la búsqueda de la verdad y del desarrollo del conocimiento, sino como un espacio más de la lucha por el poder de facciones políticas.
Ahora la derecha norteamericana está utilizando el poder del Estado, para ocupar las universidades controladas por grupos que tampoco promueven la libertad de pensamiento.
Por lo mismo se hace difícil defender la autonomía universitaria, pues no se respeta su único fundamento, que es asegurar espacios abiertos a la búsqueda de la verdad sin extremismos políticos. Hoy, la idea de autonomía se vincula más con la idea de promover un ideario.
En síntesis, la politización de las universidades amenaza con destruirlas. La única manera de salvarlas es liberarlas del exceso de proselitismo político. En sus aulas no se va a buscar el cambio social, ni son refugios de políticos profesionales o de activistas pseudointelectuales.
Tampoco están ahí para exprimir económicamente a los que buscan un futuro mejor. Defender a la universidad es señalar que a ella se va a buscar la verdad en un ambiente pluralista. Este es el fundamento de su autonomía y el argumento que justifica el financiamiento público.
Como en los Estados Unidos se ha dejado de afirmar esas verdades, el sistema de educación superior se ha convertido en un campo de batalla ideológico, donde tanto la derecha como la izquierda están más preocupados en controlarla para sus propios fines.
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