Decir que vivimos en mundos intersubjetivos es, entre otras cosas, afirmar que los hechos no son lo que son sino lo que a cada uno le parecen. En corto, dependen de nuestras interpretaciones personales y también colectivas.
El slogan “no son 30 pesos, son 30 años” sintetizó convincentemente un conjunto ideas contra la Transición que durante el estallido social de octubre de 2019 resultaron verosímiles para vastos sectores de la población. La frase resultó tan poderosa que una vez transformada en narrativa hegemónica logró desacreditar, simbólicamente, parte importante de la transición política transformando sus pilares, alguna vez virtuosos, en monstruos abominables.
Al lograr un amplio consenso interpretativo como explicación de las penurias y dificultades que afectaban a la población en los tiempos previos y durante la revuelta social misma, la narrativa permitió desvirtuar el modelo de desarrollo post dictadura y pulverizar con él al sistema electoral binominal (el gran freno a la renovación y a la diversidad de voces políticas).
También desacreditar el crecimiento económico (engorda los bolsillos de los más pudientes y destruye el medio ambiente); a los técnicos y la tecnocracia (es llamar al “cuco” aquello de que los retiros de fondos generan inflación).
Asimismo, objetar toda política focalizadora de los recursos en los grupos más pobres (no hay que escatimar, los derechos sociales tienen que ser universales), renegar de la movilidad social (se construyó una clase media artificial sólo en base a deuda) y un largo etc. que incluyó la deslegitimación misma de la Constitución y del estado de derecho.
El corolario de esa interpretación colectiva fue una impugnación mayoritaria a las coaliciones políticas que habían gobernado desde la vuelta a la democracia, responsabilizándolas de todos los males y desajustes que aquejaban a la población. Prueba de ello fue que para la elección de convencionales en 2021 los candidatos de derecha y de la ex Concertación fueron barridos del mapa.
La izquierda impugnadora de Apruebo Dignidad salió triunfante, pero no entendió aquello de que vivimos en mundos intersubjetivos, que los hechos no son más que lo que parecen, y que a la vuelta de la esquina pueden parecer algo diferente. Que prima la impermanencia, que las sociedades líquidas se mueven como péndulos y que sus movimientos obedecen a narrativas que son dominantes hasta que dejan de serlo, sin asumir adscripciones ideológicas como interpretaciones rígidas de la realidad.
Y el péndulo se movió. No sólo fue derrotada la propuesta constituyente que renegaba de los “30 años”, sino que las subjetividades cambiaron de sopetón, partiendo por el giro en el juicio social sobre las reales competencias de las nuevas generaciones para gobernar.
Sin embargo, lo más significativo del movimiento pendular es que mucho de aquello que tras el estallido se buscó enterrar, ahora reverdece. Entre ellos, el magullado crecimiento económico ha vuelto a ser valorado por la población, la evaluación positiva de la fuerza pública ha crecido a los niveles más altos en mucho tiempo y la técnica y sus expertos son hoy, mucho antes que los políticos y los independientes, los llamados por la población a arreglar la cuestión constitucional.
Esto, en medio de una sociedad desanimada ante la falta de perspectivas, que añora volver a soñar con un mejor horizonte de desarrollo y que, ante todo, quiere extirpar, a como de lugar, el cáncer de la violencia. Un “a como de lugar” que incluye una deriva autoritaria en versión (el Presidente de El Salvador) Nayib Bukele, que anteponga el orden público a cualquier otra prioridad, incluida, por cierto, la constitucional.
Si hace tres años, el relato más verosímil era aquel que culpaba de todos los males a los “30 años y la Constitución del 80”, hoy la narrativa dominante es aquella que responsabiliza a la violencia delictual y demanda un líder fuerte, capaz de enfrentar la inseguridad pública sin importar si para ello pasa a llevar el estado de derecho.
Visto así, en esta nueva interpretación social de los hechos, hoy no cabe relevar el cambio constitucional y eso explica las tensiones en la derecha sobre cómo continuar el proceso constituyente.
Unos, están al borde de incurrir en el mismo error que en su día el Frente Amplio y el PC. Otros, por convicción o sensatez política, asumen la relevancia de alcanzar un nuevo pacto social articulado en una nueva Constitución.
Por cierto, siempre han sido los políticos visionarios los que mejor han entendido lo veleidoso que es el péndulo de las interpretaciones.
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Estar incómodos, implica reconocer que, aunque hemos avanzado, aún queda mucho por hacer. Es sacarnos la venda de los ojos y entender que el “verdadero progreso” no se mide solo en cifras, sino en la capacidad de construir una sociedad más justa, donde todos tengan la posibilidad de vivir con dignidad.