En una reciente entrevista, el consejero constitucional electo con la primera mayoría nacional, Luis Silva, declaraba que, a propósito de su incorporación al Opus Dei “Los problemas empezaron, en el fondo, cuando yo salí del clóset. Cuando yo hago explícita mi posición política”. No solo eso, Silva afirma en esta entrevista que él sería la “oveja negra de la familia”.
Normalmente no se piensa en la religiosidad como una forma de rebelión. Más bien, estamos acostumbrados a ver la religión y la tradición como lo opuesto a la rebeldía. Más allá de las evaluaciones sobre la veracidad o no de estos dichos, sería interesante discutir si los dichos de Silva, incluida su declaración de que Jesús era su modelo, son expresión de una fuerza social, que sobrepasa sus posiciones individuales.
En su libro, ¿La rebeldía se volvió de derecha?, Pablo Stefanoni apunta a un curioso fenómeno de disputa por la rebeldía entre derechas e izquierdas. Por un lado, cuando se observan los debates de varias izquierdas se encuentra una permanente lamentación por el avance inexorable de las derechas. Por otro lado, cuando se miran los debates de un grupo importante de derechas, se encuentra la misma lamentación, pero por la supuesta victoria de la izquierda y progresismo. Esta autoconcepción de algunas derechas les permite entrar a disputar la capacidad de la izquierda de “indignarse frente a la realidad y proponer vías para transformarla”.
Es más, afirma Stefanoni que “la izquierda, sobre todo en su versión ´progresista´, fue quedando dislocada en gran medida de la imagen histórica de la rebeldía, la desobediencia y la trasgresión que expresaba”.
El mismo Stefanoni hace notar que la campaña de José Antonio Kast tenía como lema “Atrévete”, una especie de llamado a levantarse contra una amenaza exterior.
Aunque es muy temprano para hacer análisis definitivos sobre las recientes elecciones de consejeros, parece que hay, al menos, dos fuerzas que explican los resultados de estas votaciones, así como el del plebiscito del 4 de septiembre.
Por un lado, un electorado que ha participado de las elecciones de la última década expresando un malestar con el establishment y la política. Lo que Juan Pablo Luna ha denominado un voto destituyente.
Este votante en ocasiones ha votado por la derecha, por la izquierda o por fuerzas independientes, siempre buscando la fuerza que mejor refleje la crítica a la política.
Por otro lado, en las últimas dos elecciones hemos tenido una incorporación masiva de nuevos votantes, cerca de 5.000.000 de personas que no habrían participado en el ciclo electoral anterior.
Estos nuevos electores solo han participado con un gobierno de izquierda al frente, por lo que no sabemos si su comportamiento será igual de líquido que el de los votantes habituales.
Lo que sí podemos ver, a partir de algunos estudios, en particular el estudio longitudinal del COES, es que los votantes no habituales son diferentes a los habituales. Contradiciendo un lugar común de las últimas décadas, no parece ser cierto que los no votantes tengan la misma distribución de preferencias que los que votaban.
Así, el estudio del COES muestra un nuevo mundo de votantes con posiciones más bien tradicionalistas o conservadoras cuando se trata de los llamados temas “valóricos”. Tanto en orden y seguridad pública, como en aborto o diversidad sexual, estos votantes muestran posiciones que típicamente se asocian a la derecha chilena.
Sin embargo, el mismo estudio muestra que estos votante son tanto o más proclives a la intervención del Estado cuando se trata de derechos sociales. Es más, incluso son más estatistas en temas como educación.
Ya sea por el sentido destituyente de los votantes habituales o por las preferencias de los nuevos votantes, parece haber sido un error garrafal emprender una apuesta identitaria desde el centro como la de la lista Todo Por Chile (DC, PPD, PR).
Por cierto, las personas prefieren la responsabilidad a la irresponsabilidad, el acuerdo al enfrentamiento y la unidad a la división, pero, pese a que la elite asocia estos aspectos al centro, no es cierto que la población prefiera a cualquier candidato que presente el rótulo de “centro”.
Este esfuerzo identitario fue particularmente errado porque, un tanto paradojalmente, la incorporación de estos nuevos electores podría ser una oportunidad única para que resurja el socialcristianismo progresista que encarnaba la DC. La paradoja es que en un ambiente que podría ser propicio para una apuesta socialcristiana, el principal partido de esta corriente, la Democracia Cristiana, decidió resaltar su identidad de centro por sobre todas las demás.
Hay algo de eufemístico en el uso de los epítetos de “conservador” o “tradicionalista” en este contexto. De lo que se trata no es una adhesión abstracta a una ideología conservadora. No es la admiración a Edumnd Burke o algo por el estilo. Es un mundo de votantes con una identidad cristiana que tiñe su percepción sobre la política y la sociedad.
Es cierto que en Chile hay menos cristianos que hace 30 años y que en varios temas la sociedad se ha movido a posiciones más liberales, pero lo que los recientes estudios y elecciones parecen mostrar es que sigue habiendo un sector importante de la población que da un valor significativo a su identidad cristiana y los valores asociados. Así, el último estudio de la encuesta Bicentenario muestra que para nada menos que el 48% de los chilenos su religión es muy o bastante importante para su identidad.
Para el progresismo, el desafío de aquí en adelante será encontrar una forma de conectar con este electorado. Una clave podría ser que no son “conservadores” porque se opongan a cualquier cambio. No es una idea general de escepticismo al cambio la que los motiva. De hecho, en temas económicos se parecen mucho al resto de la población e incluso son más estatistas en algunos temas.
En este sentido, el progresismo no puede darse el lujo de reglarle el socialcristianismo a la derecha.
La DC chilena nació como un proyecto de transformación estructural, que se ubicaban entre las polaridades de la guerra fría, pero su identidad no era simplemente “estar entre medio” o llamarse “centro”.
Un socialcristianismo que se nutra del proyecto demócratacristiano histórico, que se vea a sí mismo como una vanguardia de transformación social que reivindique los valores de la patria joven y de la cosmovisión cristiana junto con un programa de fortalecimiento del rol del Estado. Un proyecto centrado en dar seguridad a las personas para que nadie se sienta solo cuando pierde el trabajo, se enferma o envejece.
Ese podría ser un proyecto que convoque a los nuevos votantes que se sumaron al padrón y que compita con los proyectos de la “derecha sin complejos”.
Si el progresismo tiene posibilidades de convocar a estas nuevas mayorías que se han manifestado en las recientes elecciones, necesita incorporar una matriz socialcristiana. Solo una coalición que vaya desde el socialcristianismo hasta el PC, incluyendo al Frente Amplio y toda la diversidad de fuerzas del progresismo podría aspirar a construir un proyecto que le haga sentido a los diversos sujetos populares de Chile y ser un proyecto de mayorías.
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