El presidente saliente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), ha aprobado, en el ocaso de su administración y de manera poco transparente, su controvertida reforma judicial, que apunta a la elección popular y directa de los jueces en el país. Este enclave autoritario y populista comprometerá severamente la democracia, el Estado de Derecho y la independencia de la judicatura en el país norteamericano.
En tiempos en que el sistema judicial chileno ha sido objeto de severos cuestionamientos tras el Caso Audios, incubando prácticas contrarias a la imparcialidad, la independencia y la transparencia en la administración de justicia, resulta especialmente relevante observar que el camino mexicano de elección democrática de jueces podría ser un remedio peor que la enfermedad.
En este contexto, no faltará una visión oportunista y miope que, aprovechando la comprensible desconfianza hacia los jueces que hoy prevalece en Chile —donde el 77% de la población cree que el Poder Judicial no asegura la igualdad ante la ley, según datos de Cadem— podría proponer que los jueces sean elegidos mediante sufragio popular.
Por eso, es fundamental entender el origen, los alcances y los riesgos de la reforma judicial impulsada por López Obrador en México. Para comenzar, no podemos ignorar que tres conceptos están detrás de su decisión: venganza, irresponsabilidad y populismo.
Venganza, porque, como es habitual en el canon de los gobernantes de la izquierda populista latinoamericana, si algo irritó a AMLO durante su sexenio en el Palacio Nacional fue que, pese a contar con una mayoría electoral, legislativa y social (AMLO culminará su mandato con más del 70% de aprobación), muchas de sus iniciativas no lograron superar el filtro de la judicatura. Entre ellas, se encuentran su controvertida reforma electoral y la reforma a la ley eléctrica, lo que generó una creciente frustración en el mandatario.
Como es sabido, para los populistas no hay puntos intermedios: o eres amigo del “proyecto” o te conviertes en enemigo de él. La pulsión por concentrar todo el poder, característica en líderes como López Obrador, es incompatible con la visión liberal de control y limitación del poder de los gobernantes.
Irresponsabilidad, dado que México es un país históricamente expuesto a los tentáculos de la corrupción y el crimen organizado. Si los ciudadanos ahora deben elegir a los jueces a nivel federal y local mediante sufragio popular, pero estos no pueden recibir, por razones obvias, fondos de partidos políticos ni de privados para sus campañas, la respuesta sobre cómo financiarán sus campañas es evidente: mediante intervencionismo electoral, con Morena —el partido de AMLO, que se ha vuelto hegemónico— como gran elector, o con el apoyo oculto del crimen organizado. De lo contrario, resultar electo parece prácticamente imposible.
Si México ya conocía la narcocultura y la narcopolítica, ahora podría surgir un tercer nivel aún más alarmante: la narcojudicatura. El impacto en la administración de justicia de esta reforma será devastador, ya que se reducirían los requisitos y la experiencia necesarios para ser juez, y se impondrían límites salariales para los nuevos funcionarios del Poder Judicial. Sabemos que esto atenta contra la independencia y la profesionalización de la carrera judicial.
Además, la reforma impone plazos estrictos para dictar sentencias, lo que alinea todos los incentivos para que los jueces actúen motivados por el clamor popular, en detrimento de la calidad de las sentencias y del cumplimiento cabal de su función jurisdiccional.
Populismo, porque el diseño de la reforma parte de una tesis, maniquea, polarizante y confrontacional: hay justicia para ricos y justicia para pobres. En esta narrativa, el Poder Judicial representa los intereses de una oligarquía que obstaculiza lo que AMLO ha denominado como la “Cuarta Transformación”. Esta transformación, seguiría a la de independencia liderada por Miguel Hidalgo, la Guerra de Reforma encabezada por Benito Juárez y la Revolución Mexicana llevada a cabo por Francisco Madero y Emiliano Zapata.
Ante este desolador panorama, la izquierda latinoamericana, incluida la chilena, guarda silencio. Ellas, parecen más preocupadas y ocupadas por la amenaza que representa la “ultraderecha” para la democracia, en la región y en el mundo. Pero frente a una amenaza mucho más cercana y latente, optan por cerrar los ojos o permanecer indiferentes.
La ironía es innegable: la justicia debe ser ciega, pero nuestra capacidad para advertir los peligros que la acechan, no debería serlo.
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