Tras el ciclo de movilizaciones estudiantiles del 2011, un puñado de jóvenes de centroderecha que laburaban en el primer gobierno de Sebastián Piñera, entendieron que la renovación de su sector no pasaba por engrosar los partidos tradicionales -la UDI y RN- sino por construir una nueva alternativa liberada de las mochilas afectivas de sus padres y abuelos. Así nace Evópoli, el primer partido post Pinochet de la derecha chilena.
Aunque sus coordenadas doctrinarias siempre estuvieron en disputa, dos o tres ideas estaban claras. En lo político, sería un partido de indisputables credenciales democráticas; en lo económico, abrazaría las banderas de la libre competencia; en lo moral, buscaría conectarse con generaciones más abiertas a la diversidad cultural. Se dijo entonces que representaba una derecha liberal, esa que no cuajó lustros antes con Allamand y encontraba un espacio en el pragmatismo piñerista.
Los datos confirmaban esa hipótesis: según los estudios dirigidos por la socióloga Stephanie Alenda, las bases del naciente Evópoli se mostraban más abiertas que los militantes de RN o la UDI en temas como aborto, matrimonio igualitario, y nueva Constitución, además de exhibir un perfil más educado y menos religioso que sus pares.
Evópoli nacía entonces para sintonizar con las nuevas generaciones de la derecha, empíricamente menos conservadoras que partidos tradicionales del sector. Su presencia crecía en las universidades. Reclutaba talentos que hasta entonces preferían mantenerse independientes. Era la viva crónica de un éxito anunciado.
Por supuesto, no todos se sentían cómodos con el mote de derecha liberal y la primacía del “clivaje postmaterial”. Algunos pensaban que lo novedoso de la derecha que representaba Evópoli tenía que ver con su especial vocación social. A fin de cuentas, ahí estaba su diferencia central con la nueva izquierda: mientras el naciente Frente Amplio insistía en gratuidad universitaria, Evópoli decía que había que poner a los niños primero en la fila.
En medio de estas saludables disputas ideológicas, la realidad tocó la puerta. El estallido social cambió las prioridades y exigió un esfuerzo adicional de Evópoli. Dos de sus militantes asumieron las labores más delicadas del gabinete: Gonzalo Blumel llegó a Interior, el ministerio encargado de velar por el orden público, por esos días sinónimo de represión autoritaria; Ignacio Briones recaló en Hacienda, el ministerio encargado de velar por las finanzas nacionales, por esos días sinónimo de austeridad neoliberal.
Sin mencionar a Gloria Hutt, titular de Transportes, donde se activó el alza de metro que gatilló la protesta. Lo que sus socios vieron con un premio inmerecido al partido más chico, se transformó para Evópoli en una no-tan-dulce condena. El partido fresco del clivaje inmaterial y los niños primero se hizo indistinguible del aparato que defendía los intereses de la elite frente al clamor del pueblo.
Y luego vino José Antonio Kast. En el diseño original de Evópoli, la nueva figura rutilante de la derecha chilena sería Felipe Kast, no su tío ultramontano. La primera campanada de alerta vino en 2017. Aunque JAK sólo llegó al 8% de los votos, obtuvo 15% entre los jóvenes.
El diagnóstico se revelaba errado: las nuevas generaciones de la derecha preferían una alternativa que fuera al choque contra los progres y su insoportable postureo moral. Evópoli se construyó sobre la premisa de una nueva derecha que fuma pitos y tiene amigos gays, y años más tarde se encontró con una nueva derecha que dice que Daniela Vega es hombre porque hay que ganar la batalla cultural.
Por eso fue tan amargo el trago que tuvieron que beber en la segunda vuelta de 2021. Apoyar a JAK significó reconocer la derrota momentánea de su proyecto político. La derecha no viró al centro democrático, liberal y moderno que esperaban sus dirigentes.
Entonces, la reacción favoreció a Republicanos, un partido creado para representar una derecha “sin complejos”, a diferencia de la “derechita cobarde” y boutique que sucumbe ante la izquierda.
Por eso tiene importancia el reciente intercambio en el cual connotados dirigentes de Evópoli marcan diferencia con la juventud de Republicanos en torno al 11 de septiembre de 1973. Envalentonados por el clima de restauración conservadora, los jóvenes derechistas consideraron que ya era hora de revisitar el consenso que en los últimos años parecía -trabajosamente- instalarse en la derecha convencional en torno a la incondicionalidad democrática.
Si bien es cierto que la provocadora pieza de Republicanos tiene un fin electoral -no es necesario enviar un mensaje de unidad para obtener un buen resultado municipal-, es simbólico que Evópoli haya sido el único actor de la centroderecha en disputar públicamente.
Después de años en los cuales la identidad de su proyecto original se ha visto severamente desdibujada por una confluencia de factores -que van desde el estallido al ascenso de JAK, pasando por las propias incoherencias de algunas de sus figuras-, esta es una oportunidad dorada para habitar el nicho -por tanto tiempo abandonado- de la derecha liberal. No les traerá beneficios electorales inmediatos, pero si algo hemos aprendido en los últimos años de la política chilena, es que la marea cambia. En esos momentos, la consistencia paga.
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