Álvaro Elizalde, presidente del Senado, y Vlado Mirosevic, presidente de la Cámara, fueron el martes 13 a La Moneda para entregarle al presidente Gabriel Boric el texto firmado por los partidos el día anterior que pone en marcha un segundo proceso constituyente. Los tres efectuaron enseguida un punto de prensa en La Moneda, para producir el efecto mediático de un acto institucional. Habían hecho campaña a favor del proyecto de Constitución de la Convención, pero la mayoría de los ciudadanos optó por no escuchar su consejo. Ahora, como si nada hubiera pasado, le ofrecen al país una nueva prueba de laboratorio.
Es tan profundo el deseo de estabilidad, que muchas personas bien inspiradas expresaron de inmediato su satisfacción por el acuerdo de los partidos. Lo que se valora, en realidad, son los 12 puntos concordados como “bases constitucionales” al comienzo de las negociaciones, y que implican un retroceso en toda la línea de las posturas que los partidos de gobierno aprobaron en la Convención y defendieron en la campaña del Apruebo. ¿Es verosímil un cambio tan radical de visión entre septiembre y diciembre? Es legítimo dudar.
Como sea, las izquierdas asociadas aceptan hoy que Chile es una nación indivisible, que hay tres poderes del Estado, que el Senado debe seguir existiendo, que no puede rebajarse la autoridad del Poder Judicial, que Carabineros y la Policía de investigaciones son las únicas instituciones policiales, que son autónomos el Banco Central, el Tribunal Calificador de Elecciones, el Ministerio Público y la Contraloría General de la República, que se mantienen los estados de excepción constitucional, etc. Esas y otras disposiciones integran, con ligeras variaciones, el capítulo “Bases de la institucionalidad” de la Constitución vigente. En rigor, lo que se celebra es que Chile mantenga lo que tiene.
El valor real del acuerdo lo vamos a conocer recién dentro de un año, cuando se conozcan sus frutos y se efectúe un nuevo plebiscito. Las presiones de La Moneda basadas en un supuesto “sentido de urgencia” eran solo fuegos artificiales: no tenían que ver con la Constitución, sino con la necesidad oficialista de mostrar algo que tapara la derrota del 4 de septiembre y le quitara relevancia al Rechazo. No solo eso: había que borrar las huellas digitales en el proyecto rechazado.
Los negociadores diseñaron un sistema de toma de decisiones que exige la coordinación de tres órganos: 1. Un Consejo Constitucional de 50 miembros, que deberían ser elegidos en abril próximo; 2. Una Comisión de Expertos de 24 integrantes, designados por el Congreso, y que tendrá la misión de redactar un nuevo proyecto de Constitución; 3. Un Comité Técnico de Admisibilidad, de 14 personas, que actuará cómo órgano contralor de los contenidos que se propongan. La interacción entre esos órganos no es clara.
Todo depende ahora de la reforma constitucional que discutirá el Congreso y es ilusorio pensar que el trámite parlamentario será sencillo. De partida, los partidos que no firmaron –Republicanos y el PDG-, tendrán las manos libres para proponer modificaciones y oponerse a lo que no les gusta, pero, además, ya hay variadas interpretaciones del acuerdo entre los partidos firmantes, en primer lugar, el PC. Allí, asoma de nuevo la línea de choque en las palabras del senador Núñez: “La presión ciudadana es un ingrediente que los comunistas vamos a buscar que esté presente en este nuevo proceso”.
El país ya pasó por esto en noviembre de 2019. Hay que recordar las declaraciones sobre la “trascendencia histórica” de las decisiones de entonces, que se tradujeron en la reforma constitucional de diciembre de ese año. Ahora, al igual que aquella vez, se impuso el criterio de que el Congreso renuncie a su potestad constituyente y avale la creación de otro órgano. Un acto impúdico, a todas luces. Elizalde y Mirosevic lideraron la negación de la legitimidad de los fueros del Congreso. Nadie entiende que estén dispuestos a sacrificarse hasta el punto de encabezar un Parlamento descalificado.
Cristián Warnken contó en una columna reciente que le escuchó decir a un diputado que “el Congreso no está para hacer constituciones”. Por supuesto que no. Faltaba más. ¡Está para organizar convenciones! Es la doctrina de Poncio Pilatos: si las cosas no resultan, los senadores y diputados se lavarán las manos, como ya lo hicieron respecto de la Convención, no obstante haberla inventado.
Se han cumplido tres años desde que un sector de la izquierda apostó por el golpismo, mientras el resto de los partidos asumió una actitud timorata ante los violentos e inventó un falso remedio para un país martirizado por el vandalismo y el fuego: la paz vendría con otra Constitución. Se dijo entonces que el cambio era urgente, pero diseñaron un proceso de dos años, que la pandemia prolongó.
Los devaneos constituyentes han debilitado las instituciones, provocado incertidumbre económica y alentado múltiples formas de ilegalidad. Chile no consiguió nada provechoso de 2019 hasta hoy en cuanto al mejoramiento de la institucionalidad democrática. Por el contrario, llegó al borde del despeñadero en septiembre de este año. Y ahora, se propone prolongar el ruido constitucional por un año más, en medio de la recesión, el incremento de la delincuencia, la deserción escolar, la crisis de vivienda, etc.
En La Moneda no hay visión de Estado, sino cálculos menguados sobre lo que les conviene al Frente Amplio y sus aliados. No hay aprecio por la República, sino veleidades de trinchera. En septiembre, querían una Constitución como la que fue rechazada; ahora, aceptan lo que sea, con tal de que tenga la firma de Boric. Mientras tanto, las proclamas sirven para tapar la ineptitud y la indolencia. Nada es más importante que impedir que el gobierno arrastre al país hacia males mayores.
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