Para La Moneda, ganar no lo es todo; es lo único. Y para ello, todas las formas de lucha, incluso alterar las reglas de nuestra democracia, parecen ser válidas. Sabemos que la tendencia a horadar las instituciones de manera silenciosa y gradual, muchas veces a través de sutiles y soterrados métodos de la propia democracia es creciente. El caso de la arremetida oficialista en contra del voto obligatorio es un buen ejemplo de aquello.
Uno de los pilares centrales de nuestra institucionalidad democrática es la certeza, confiabilidad e integridad de nuestras reglas electorales. Otro ámbito que la actual administración gubernamental ha estado dispuesto a horadar, en su afán de avanzar hacia el control del poder y la consolidación de su proyecto.
Ya lo hicieron con otros pilares de cualquier ordenamiento social: con la educación pública, que politizaron hasta más no poder, eliminando los pocos motores de ascenso social que existían, como el Instituto Nacional; con nuestras instituciones de orden y seguridad pública, que deslegitimaron, humillaron y desprotegieron sin contemplaciones durante el apogeo octubrista; y con la economía, que han colmado de marañas burocráticas y sesgos ideológicos contrarios al crecimiento, haciendo prácticamente imposible la realización de proyectos de inversión.
Pero faltaba dar un paso más en esta escalada de destrucción de valor: alterar las reglas del juego democrático a un par de meses de las elecciones. Porque los inmigrantes no votan por ellos y porque los denominados “votantes obligados” son menos progresistas que los “votantes voluntarios”, como muestra sistemáticamente la encuesta Panel Ciudadano.
Ante este escenario, la intención era ir por todo, sin remordimientos: en contra de la multa a votantes extranjeros en Chile y deprimir la multa asociada al voto obligatorio para todos los electores. Intentaron lo primero, pero no pudieron; pero sí lograron lo segundo. Avanzaron.
Uno de los ámbitos que distingue a la democracia chilena en el concierto latinoamericano es la solidez y credibilidad de su institucionalidad electoral. En Chile, las elecciones son abiertas, competitivas, limpias y justas, con reglas conocidas y respetadas por todos, transcurren de manera ordenada y rápida. Los ganadores celebran y los perdedores reconocen su derrota saludando a sus adversarios. Un caso bastante anómalo que incluso ha sido estudiado por la academia.
Así lo refrenda el Electoral Integrity Project (EIP), un proyecto académico que proporciona un análisis comparado de acuerdo con estándares internacionales de integridad electoral de las democracias en el orbe, basado en una encuesta que recopila las opiniones de destacados expertos electorales, según criterios de justicia, accesibilidad, información, seguridad, igualdad y confianza que generan los comicios.
El indicador se expresa a través de una puntuación general para cada elección, que va de 0 a 100, donde 0 es nula integridad y 100 es total integridad. Para la medición de 2024, Chile ocupaba el segundo lugar de Latinoamérica, con un indicador de 82, detrás de Uruguay, que se posicionó en el primer puesto con un indicador de 85. Como se observa, la idea de que nuestra democracia en su dimensión electoral es ejemplar no es sólo una mera percepción de ciudadanos de a pie; es –o quizás era– una cuestión objetiva.
Pero todo cambió. El Presidente le encomendó la misión de alterar las reglas del juego al ministro Álvaro Elizalde. Porque para La Moneda, ganar no lo es todo; es lo único. Y para ello, todas las formas de lucha, incluso alterar las reglas de nuestra democracia, parecen ser válidas.
Sabemos que la tendencia a horadar las instituciones de manera silenciosa y gradual, muchas veces a través de sutiles y soterrados métodos de la propia democracia, es creciente. El caso de la arremetida oficialista en contra del voto obligatorio es un buen ejemplo de aquello.
Nuestra integridad electoral y democrática ha sido puesta en vilo a ojos de todos y ejecutada -una vez más- a sangre fría.
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