En abril de 2020 recibí una llamada de Ricardo Lagos proponiéndome que hiciéramos un libro, a la manera de una conversación, sobre las crisis del siglo XXI. En particular, sobre la forma como esas crisis habían desacomodado el mundo para América Latina y cómo, al paso de esas crisis, América Latina había perdido forma y relevancia, y estaba inmersa, como región, en un desconcierto que se parecía al silencio frente al mundo, pero silencioso al fin.
Le preocupaba a Lagos que América Latina no tuviera una voz propia en el nuevo mundo, el mundo posterior a la pandemia que se anunciaba ya larga y compleja en aquella primavera del año 2020.
Le preocupaba que no hubiera un lugar donde escuchar voces, un foro donde los gobiernos de América Latina pudieran discutir y acordar soluciones. Le preocupaba la división ideológica de nuestros países, el olvido de las metas del milenio, la débil presencia regional en la inminencia del mundo nuevo que la propia pandemia anunciaba.
Lo inquietaban los desafíos que veía surgir para nuestras democracias en la marea del cambio digital, la rapidez con que crecen las demandas ciudadanas en las redes sociales y la lentitud de las instituciones para escucharlas y procesarlas.
Le desconcertaba que se hubieran desdibujado las respuestas a los problemas claves del crecimiento económico, la equidad social y la gobernabilidad democrática.
Todo eso, frente a un mundo que saldría de la pandemia más desigual, con los países soportando distintas proporciones de daño dentro de sus fronteras, sin un rumbo claro de desarrollo a donde mirar.
Y sin siquiera el espacio, otra vez, donde al menos poder discutir salidas para tantos cambios y tanto desconcierto.
Acepté de inmediato su idea, sabiendo que serían su mirada y su experiencia las que conducirían nuestra conversación, y le propuse invitar a nuestro diálogo a Jorge G. Castañeda, que acababa de publicar su libro Estados Unidos: en la intimidad y a la distancia y tenía una visión fresca de ese país, referente indispensable para la conversación que buscaba Lagos, y también una zona de incertidumbre pues en aquel momento Estados Unidos luchaba a brazo partido con su doble pandemia del 2020: la sanitaria y Donald Trump.
Empezamos a tener conversaciones por Zoom cada quince o veinte días en julio de 2020, y las sostuvimos hasta abril de 2022.
Lagos hablaba desde su oficina en Santiago; Castañeda, desde su departamento de maestro de New York University, en Manhattan, y yo, desde mi casa en la colonia San Miguel Chapultepec de la Ciudad de México. Hablamos cada quince días, cada diez, cada veinte, sin planear demasiado, dejando que el diálogo se diera sin restricciones ni agendas rígidas.
A partir de la segunda o la tercera conversación empezamos a grabar y a transcribir lo que decíamos. Al poco tiempo teníamos unas setenta mil palabras transcritas, que son la materia prima de este libro.
Una experiencia particularmente aleccionadora de nuestra conversación fue ver cómo la rápida realidad desafiaba continuamente nuestras impresiones, obligándonos a repensar las cosas, en seguimiento de los hechos. Y constatar la profundidad del daño de la pandemia conforme sucedía, al tiempo que nuestros países se replegaban sobre su propia desgracia sin el menor ánimo de reunirse a ver qué podían hacer, pensar, acaso exigir juntos. Con la edición final casi terminada, saltó sobre el mundo la invasión rusa de Ucrania, como si hiciera falta subrayar con un tronido trágico el tamaño de los cambios y los desequilibrios geopolíticos globales acumulados. Abrimos la conversación nuevamente para recoger el hecho y sus enormes reverberaciones.
El modus operandi fue sencillo: conforme se acumulaban las transcripciones, yo fui haciendo sucesivas ediciones buscando que pareciera un solo flujo de diálogo lo que había sido en realidad un intercambio de meses. Luego, cada quien revisó y corrigió sus parlamentos, ampliándolos, reduciéndolos, precisándolos o introduciendo nuevos. El resultado de ese proceso de conversación y edición es este libro que termina dominado por la preocupación que le dio origen: América Latina vive un nuevo periodo de soledad y aislamiento no sólo frente al mundo, sino frente a sí misma, pues está privada de los puentes que necesita para construir una voz propia en la conversación de las naciones.
Quizá la América Latina nunca existió como tal, como una comunidad de naciones integrada, salvo en el plano simbólico, literario, histórico, cultural. Pero quizás está urgida como nunca de tener una existencia tangible en el plano político y diplomático, aunque parezca menos urgida, menos unida y menos consciente que nunca de esa necesidad.
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