En marzo de 2018, escribí una columna donde comentaba el ánimo triunfalista y la ambición con que Sebastián Piñera asumía su segundo gobierno. Esto, luego de haber peleado protagónicamente la reelección al interior de su sector, sometiéndose a duras interpelaciones como cuando Manuel José Ossandón lo motejó de ex presidiario en un debate de primarias.
Ese 2018 comparaba la energía y el empeño de Piñera por volver a gobernar con la incomodidad que había proyectado Bachelet al verse compelida a aceptar su segunda candidatura.
Creo no haber errado en las ganas de uno y otra por alcanzar un segundo gobierno. En lo que sí me equivoqué rotundamente fue en postular ese 2018 que Piñera, hombre astuto e inteligente, habría aprendido de los errores cometidos durante su primer mandato y que sería capaz de enmendarlos en una segunda oportunidad.
Pero el aprendizaje no alcanzó más que para el marqueteo electoral. Piñera partió sin escuchar el mensaje que sus electores le habían dado, sin detenerse a entender por qué había ganado y sin aceptar “no ser querido” por la opinión pública.
Repitiendo el libreto del primer mandato, volvió a subordinar la política a la técnica (desde aceptar sin chistar los famosos 30 pesos del alza del metro, hasta defender un IFE de 65.000 pesos); nunca quiso separar aguas entre su rol como jefe de estado y jefe de gobierno, explotando hasta la saciedad su compulsión por figurar incluso en lo más nimio; y, nuevamente, no separó sus negocios de su cargo de presidente.
Cuatro años después, si bien Sebastián Piñera se ha anotado una notable gestión sanitaria en pandemia y quizá sume una Pensión Garantizada Universal facilitada por una oposición abuenada a horas de ser gobierno, lo medular de su segundo mandato habrá sido ponerle el combustible que le faltaba a una sociedad que buscaba motivos para estallar. Precisamente por no haber aprendido o más bien no haber querido aprender.
Piñera cargó el estanque para el estallido por su incapacidad de escuchar aquello que no coincide con su mirada y por su falta de empatía y conexión con las subjetividades y experiencias ciudadanas.
De entrada, se dio el lujo de repetir su primer gabinete de gerentes, grandilocuentemente tildados como el equipo “de los mejores”, congregando una vez más a una elite totalmente desacoplada de la realidad material y subjetiva de la población.
Un equipo de ministros que no lo contradecía y trataba con disimulado desprecio al ciudadano de a pie, tornándose a poco andar en cómplice de la falta de sensibilidad de un mandatario que veía a Chile como un gran oasis. Mientras, los habitantes del país real experimentaban un presente de frustración ante la falta de consideración a sus demandas, el endeudamiento y el alza en el costo de la vida.
Transcurridos varios meses de haber asumido y sin poder materializar su promesa de tiempos mejores, antes que acoger las señales del malestar y resintonizar, prefirió seguir culpando a Bachelet del estancamiento de una economía que él había prometido reactivar, haciendo caso omiso a la movilización social que ya se alimentaba de la rabia hacia su persona y su gobierno.
Piñera optó por ignorar esas y otras señales y siguió con lo suyo. Partió en busca de la fama internacional desentendiéndose de los problemas internos. A lo absurdo de Cúcuta le siguió un viaje de Estado a China en compañía de sus hijos, a los que sentó en mesas de negocio con lo más granado de la burocracia y del empresariado chino. Al ser cuestionado, cual María Antonieta dijo “soy Presidente de Chile y también soy padre”, justificando el viaje.
El estallido social no se explica sin los errores no forzados de la administración de Piñera y del propio presidente, aquellos como haberse mofado de las dificultades que conllevaba el alza en la tarifa del metro cuando todo se encarecía (“levántense más temprano”, “compren rosas”), exacerbando la rabia frente al agobio crecientes para sobrellevar la vida cotidiana.
Por cierto, las marchas y protestas no partieron en este segundo gobierno de Piñera. Desde el 2010 eran parte del paisaje nacional con distintos focos y expresiones. Las protestas estudiantiles por el alza del pasaje del metro pudieron ser una ola más, pero al chocar contra un presidente ensimismado adquirieron un sentido y centralidad que congregaron al resto de una ciudadanía que ya había acumulado suficientes ganas de mostrar su distancia del Presidente y su gobierno.
Esa misma enajenación fue la que llevó al gobierno a ver alienígenas, al KPop y a Maduro como precursores del estallido. Esos errores políticos que alimentaron un estallido social serán huella indeleble de su segundo mandato.
Quizá pequé de optimismo, pero en los hechos, me equivoqué rotundamente hace cuatro años. Piñera no aprendió.
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