La visión histórica e historiográfica que prevalece hoy entre los convencionales “octubristas” parte de dos premisas complementarias.
Por un lado, del argumento de que la historia política, económica y social del país sería una sumatoria de despojos y arbitrariedades perpetradas por una elite colonialista, extractivista y patriarcal. De ello se seguiría la necesidad de resarcir a los abusados (los “buenos”) y condenar a los abusadores (los “malos”) a través no sólo de actos de reparación, sino también de acciones acometidas por el Estado para “establecer una verdad histórica” y, a partir de ahí, lograr que dichos despojos y arbitrariedades no vuelvan a repetirse. ¿Cómo se ha justificado lo anterior? A través de un discurso en el que, además del maniqueísmo de los buenos y malos señalado arriba, resaltan una perspectiva monolítica de la historia (nada habría cambiado entre, digamos, 1810 y hoy) y la idea de que todas las comunidades indígenas pensarían y actuarían igual.
Por otro lado, diversos convencionales han utilizado, como bien lo ha demostrado el sociólogo Aldo Mascareño, una tesis “decolonial” para explicar por qué los pueblos originarios deberían ser considerados como “naciones”. El objetivo aquí ha sido cuestionar el viejo razonamiento de que la “nación” es una e indivisible, además de justificar la coexistencia de distintos “sistemas jurídicos” con el fin de que los pueblos originarios sean juzgados a partir de sus leyes y costumbres. Puesto en simple, para los indígenas la cultura ancestral pesaría más que el Código Penal.
No deja de ser paradójico que el octubrismo -uno de cuyos principales motivos fue dar por el suelo con personajes que, como Baquedano, alcanzaron el estatus de “héroes” porque así lo permitieron y fomentaron las instituciones políticas y educacionales del Estado nacional- utilicen ahora una retórica similar para construir un relato equivalentemente nacionalista y simplista. La única diferencia es que los dos conceptos organizadores de la historiografía decimonónica –“Estado” y “nación”- son ahora pensados desde una mirada indigenista y ecologista.
En efecto, aunque no lo digan ni acepten, los convencionales decoloniales están incurriendo en el viejo esencialismo de los nacionalistas de tinte conservador e hispanista, ya que, al igual que ellos, entienden a la nación como una entelequia cultural descontextualizada de la contingencia y sin historicidad. No sólo eso: asumen que el Estado tiene la misión de resguardar la retórica plurinacional de la Convención, lo que atenta contra la libertad de expresión y pretende anular de cuajo la discusión historiográfica. Si el Estado es juez y parte de lo que se puede y no se puede decir y escribir, entonces poco y nada queda para la creación crítica y libre.
Lo cierto, sin embargo, es que este “revisionismo histórico” no es propiedad exclusiva de Chile. En Argentina, por ejemplo, el kirchnerismo creó en 2011 el “Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego”, el cual, desde la Secretaría de Cultura, buscó “difundir la vida y la obra de personalidades que no han recibido el reconocimiento adecuado en un ámbito institucional de carácter académico acorde con las rigurosas exigencias del saber científico”.
Liderado por Mario “Pacho” O’Donnell y Felipe Pigna (¿el Baradit argentino?), el Instituto Dorrego prendió rápidamente las alarmas de los historiadores trasandinos, quienes en su mayoría criticaron tanto que el Estado se erigiera como el juez que defiende y promueve “una verdad histórica”, como la interpretación simplona de los “revisionistas”. Hilda Sabato y Mirta Lobato, por tan sólo nombrar un caso, señalaron: “esa historia es la de la lucha entre los buenos y los malos. […] Aplana el pasado, lo simplifica y lo equipara al presente, sin preguntarse por las diferencias y cambios que atravesó la sociedad argentina en dos siglos”.
Es inevitable que ese proceso de desmitificación termine construyendo un nuevo mito: ahora ya no el de una elite “curtida” y “civilizada”, sino el de los “oprimidos”, los “excluidos”, los “marginados”, los que estaban esperando su momento para encabezar la “revuelta”. Cambian los actores (o, más bien, los conceptos que generalmente se emplean para referirse a ellos), pero la estrategia es igualmente maniquea y monolítica. Rivadavia es reemplazado por Dorrego; Baquedano por Lautaro, Michimalonco o Janequeo.
De más está decir que la nueva Constitución no zanjará los debates que se han dado, y seguirán dándose, sobre el valor, la importancia y el significado de la historia y la historiografía. Seguiremos discutiendo, les guste o no a los decoloniales, qué es y para qué sirve conocer e interpretar el pasado, conscientes como somos de que los relatos oficiales (sean de derecha o izquierda) pueden satisfacer las ansias de poder de los gobiernos de turno, pero difícilmente perduran en el tiempo. De que ello sea así se encargan, de hecho, los propios historiadores e historiadoras.
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