A propósito de “habitar los cargos”, a veces pareciera que como sociedad vivimos un proceso de reacomodo en la manera que organizamos nuestra propia vida. Como si lenta, pero paulatinamente, nos hubiéramos ido habituando a visitar menos los sueños de futuro y más la cruda realidad del presente. Esta suerte de tensión entre el futuro y el presente no parece arbitraria y está muy articulada en torno a la experiencia recurrente de crisis que en diversas manifestaciones se expanden por el mundo invadiendo nuestra cosmovisión y experiencia.
Una reciente encuesta Criteria muestra que, comparativamente a 10 años atrás, todas las dimensiones de la vida se perciben empeorando. La crisis económica; la crisis de seguridad pública y todas sus aristas narco; la crisis climática con el riesgo hídrico que pone en cuestión todo lo bueno que pudiera estar por venir; conflictos bélicos en Europa -amenazas nucleares incluidas- la guerra comercial entre China y Estados Unidos; la crisis migratoria, la pandemia y sus secuelas y un largo etcétera, han traído aparejadas la licuación de las certidumbres sobre un camino evolutivo de mejoramiento de las condiciones de vida.
Planificar, pensar en el futuro (e invocarlo) se ha vuelto crecientemente complejo a la hora de tomar decisiones en el marco de una experiencia cotidiana agobiante.
Desafección y desconfianza social en un porvenir promisorio cuyo correlato político es una creciente distancia hacia la oferta de cambios sociales que apelan al futuro y se sustentan en transformaciones simbólicas que se presentan codificadas en un verso que resuena más ideológico que pragmático. Inversamente, estamos viendo la validación de respuestas políticas concretas para el “aquí y el ahora”, que aluden al pragmatismo y a un nuevo sentido común presentista.
Un escenario propicio para el crecimiento de una derecha más extrema, más desenfrenada, verbalmente agresiva y desafiante, con discursos que vienen a confrontar como buenista y superflua la apuesta inclusiva y la simbología accesoria de una izquierda a la que apuntan como extraviada de las preocupaciones económicas y de los temores que amenazan a las grandes mayorías. Una derecha que, como dice el historiador argentino Pablo Stefanoni, “mediante el antiprogresismo y la anticorrección política está construyendo un nuevo sentido común”.
Las arremetidas recientes contra los derechos sexuales de las mujeres y la transfobia expresada por miembros del partido Republicano son ilustrativas de esta nueva forma de anticorrección política. O el tuit de José Antonio Kast contra una nueva Convención: “8 millones de chilenos dijeron fuerte y claro #NoMasConvención y llegó la hora de enfrentar con fuerza las urgencias sociales. El Partido Republicano no seguirá validando las iniciativas que promueven una nueva Convención”.
Ambos hechos expresan esta corriente impugnadora de narrativas progresistas que, hasta hace poco, fueron consideradas como sentidos comunes. Por de pronto la urgencia por una nueva constitución o los avances civilizatorios en materia de derechos sexuales y reproductivos, entre otros. Corriente política que han ido sumando adhesión en la medida que, junto con confrontar a las élites progresistas, se ofrecen como soluciones de sentido común para las urgencias que apremian a las grandes mayorías.
Una estrategia de la derecha alternativa, como se le ha llamado en el mundo, que implícita o explícitamente se articula sobre un relato anti progresista y propone un nuevo sentido común de base profundamente conservador: nacionalista, autoritario, impugnador del multilateralismo, negacionista climático, etnocéntrico, xenófobo y homofóbico. En corto el mensaje es algo así como: si el futuro es tan incierto como impredecible antes que mirar la agenda 2030 de la ONU, pareciera mejor mirar al pasado como un refugio de mayores certidumbres.
Visto así el fenómeno, se entiende el surgimiento de estos liderazgos en todo el globo. En Chile, el surgimiento e institucionalización del Partido Republicano; en Brasil, un electorado que recientemente le dio 51 millones de votos a Bolsonaro, casi dos millones más de votantes de los que obtuvo en 2018 pese a sus cuatro polémicos años como Presidente; en Italia, la llegada de Giorgia Meloni, diputada vinculada al fascismo en su juventud, al cargo de primera ministra el pasado 25 de septiembre, la creciente fuerza de Javier Milei en Argentina y así podríamos seguir.
La tensión entre un presente atemorizante y un futuro incierto ha conllevado el crecimiento de la derecha más extrema en el mundo. Una derecha que ha entendido que la política no es otra cosa que una confrontación de narrativas y ha encontrado en el progresismo, el enemigo que le está permitiendo crecer.
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