Es posible que el mandatario electo esté adquiriendo en estos días una mayor conciencia de la envergadura de la responsabilidad que asumirá en marzo. Sabe que su juventud e inexperiencia generan preocupación en mucha gente, que su programa provoca inquietud en amplios sectores y que vendrán tiempos en que los opositores no mostrarán demasiadas contemplaciones.
Debe empeñarse, por lo tanto, en demostrar que puede desempeñar el cargo dignamente, sin llevar a Chile a una crisis.
Nada será sencillo en los próximos cuatro años. Habrá dificultades de todo tipo y surgirán sorpresas poco agradables, por lo que Gabriel Boric tendrá que hacer las cosas de manera de no provocar una situación inmanejable. Su enemigo potencial es la ingobernabilidad. Ni al Frente Amplio ni al PC les servirá aprovechar cualquier conflicto para llevar agua a su molino, ni tampoco atizar desaprensivamente las acciones callejeras, puesto que su propio gobierno tendrá que responder por la seguridad interior del Estado, lo que incluye preservar el orden público.
No pareció preocuparles el orden legal desde octubre de 2019 en adelante, cuando creyeron que podían correr todos los cercos, pero ahora tendrán la obligación de proteger los cercos, o pagar el costo de no hacerlo.
¿Qué es lo más importante para Boric? Sobrevivir políticamente. De nada le servirá convertirse en un símbolo de las izquierdas de aquí y de allá si al final fracasa. Le llegó anticipadamente la oportunidad de su vida y necesita salir bien parado de ella. Por lo tanto, tiene que encabezar un gobierno que haga las cosas aceptablemente bien.
En condiciones normales, ese ya habría sido un enorme desafío, pero con la Convención Constitucional discutiendo hasta los planos del edificio institucional, el asunto es como para quitar el sueño a cualquiera. Si el mandatario electo aspira a reducir la incertidumbre, la Convención no es precisamente su aliada.
Él deberá responder por sus propios errores o los de sus ministros, pero sería absurdo que, además, tuviera que pagar los platos rotos de la Convención. Sus intereses no coinciden de ninguna manera con los de Fernando Atria y Jaime Bassa, los ideólogos de la remodelación constitucional de un país que ellos consideran que lleva 30 años equivocado.
Boric se ha convertido en presidente de la República de acuerdo a las normas constitucionales que hoy nos rigen. Allí radica su poder. Los ciudadanos le reconocerán como jefe de Estado porque entienden que él actuará dentro de esas normas. También las FF.AA. y las instituciones policiales. Más vale que entienda que el Estado de Derecho es su escudo.
Su legitimidad no está en suspenso. Por lo tanto, no puede condicionar lo que haga su gobierno a lo que suceda en el “delirante laberinto constitucional”, como definió la diputada española Cayetana Álvarez de Toledo el extraño proceso que vive Chile.
Quizás solo ahora Boric percibe ciertas cosas que no vio el 15 de noviembre de 2019, cuando firmó el acuerdo que, supuestamente, iba a limpiar a Chile de los pecados de la transición. Ya debería haberse dado cuenta de que el orden constitucional vigente cumple con los requisitos que definen la democracia representativa en todo el mundo y que, gracias a ello, él ganó la Presidencia.
Si el mandatario electo cede a las presiones para asociar el rumbo de su gobierno a la estrategia refundacional que domina la Convención, cometerá un error catastrófico. Nadie sabe qué resultará de ese proceso saturado de malentendidos, que por momentos parece una penitencia que está pagando el país.
Todas las señales de la Convención son inquietantes, y no hay que descartar que sus resoluciones finales, a mediados de 2022, generen un cuadro de confusión política e inestabilidad institucional. Si llega ese momento, el deber de Boric será sostener la legalidad sin vacilaciones.
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