Hace un año, cuando se instaló la Convención, muchas personas vieron el proceso constituyente como la posibilidad de que no volviera la violencia de octubre de 2019. Era la esperanza de que la revuelta quedara atrás. Por ello, creyeron de buena fe que el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 había sido, efectivamente, “un acuerdo por la paz” o, mejor dicho, para que los violentos nos dejaran en paz. Y aceptaron lo dicho por los líderes del Congreso, el presidente de la República y casi todos los partidos: que el camino de la paz era redactar otra Constitución. Fue extraño, en todo caso, que la supuesta urgencia del cambio constitucional no guardara correspondencia con el diseño de un proceso de casi dos años, que la pandemia prolongó.
En la campaña para elegir a los convencionales, muchos candidatos describieron la nueva Constitución como el bálsamo para todas las heridas, como la llave para reparar los agravios de la historia y establecer la igualdad. No poca gente vio dicha elección como un momento de purificación cívica, debido a que, supuestamente, los partidos no iban a estar presentes. Fue el momento estelar de “los independientes que no eran independientes”, a los que los propios partidos les regalaron un sistema electoral que permitió, por ejemplo, que la corriente octubrista eligiera 26 convencionales y la DC solo 1. La mayor novedad aportada por los partidos fue la creación de un registro electoral étnico, que nunca había existido, y gracias a lo cual, los activistas del indigenismo consiguieron 17 escaños. Los votos obtenidos eran lo de menos: estaban reservados.
Fueron elocuentes las señales del primer día de la Convención: hostilidad hacia el himno nacional, gestos destemplados, espíritu tribal y, sobre todo, el discurso de Elisa Loncón que anunció la refundación de Chile. Vino enseguida el empeño de los colectivos asociados por cambiar las reglas establecidas por la reforma constitucional de diciembre de 2019, y dar a entender que la Convención encarnaba el poder constituyente originario. En términos legales, su poder real era, exclusivamente, el que le reconocía el Estado democrático (que pagó los sueldos todo el año), pero la embriaguez llevó las cosas tan lejos como pudo: era la oportunidad para rearmar Chile, consagrar la existencia de “diversas naciones” dentro del territorio y hasta proclamar el veto indígena sobre las decisiones fundamentales. Peor aún, el momento para dividir racialmente el país.
En el año transcurrido, los controladores de la Convención actuaron como si Chile estuviera en 1810. Las sesiones en que los colectivos intercambiaban apoyos para sus causas monotemáticas terminaron por volver brumosa la realidad. Era como si el país que teníamos hubiera surgido desde una zona misteriosa, como si el ejercicio de las libertades hubiera caído del cielo, las instituciones las hubiera levantado una fuerza extraterrestre, la certeza jurídica hubiera crecido como planta silvestre y la pujante economía de hoy fuera obra de la Divina Providencia. Era también como si el sistema de salud, sostenido por el esfuerzo público y privado, y que enfrentó acertadamente la pandemia, hubiera sido el regalo de no se sabe quién. Muchos convencionales ni siquiera se dieron cuenta de lo valioso que es que el país tenga elecciones libres y competitivas desde 1989. Y no entendieron la trascendencia civilizatoria del principio “una persona, un voto”.
A veces, ciertas cosas empiezan mal y se arreglan en el camino. Excepcionalmente, de algunos proyectos mal concebidos resultan beneficios impensados. No ha sido el caso de la Convención. Partió mal y terminó del mismo modo. La razón fue el predominio de la desmesura en su seno, de una especie de desprecio metafísico por los límites de la realidad y por las consecuencias de las acciones humanas. ¡Cómo no recordar la imagen de la retroexcavadora levantada como quintaesencia del progresismo!
En muchas partes, el afán voluntarista de imponer un determinado rumbo a la sociedad ha terminado provocando efectos contrarios a los buscados. Es parte de la traumática historia de la izquierda en todo el mundo, y la Convención lo ha vuelto a confirmar. Giovanni Sartori dice al respecto: “La cuestión central de todo el discurso sobre el backfiring, sobre el tiro por la culata, es que la estrategia de aumentar cada vez más la dosis, de una maximización que persigue la realización integral del ideal, es errónea en la teoría y suicida en la práctica” (“¿Qué es la democracia?”)
Necesitamos tener conciencia del camino hecho por Chile, de la obra de las generaciones anteriores, de lo que es sensato conservar. De ese modo, podremos concebir los cambios de un modo que favorezca la confluencia de las energías creativas y mejore lo que tenemos.
Es legítimo que revisemos la legalidad dentro de la cual convivimos en libertad, porque eso es finalmente una Constitución democrática, el conjunto de normas e instituciones que hemos acordado para competir pacíficamente por el poder e impedir que este sea secuestrado por algún sector. Después del plebiscito, será indispensable respirar hondo y estudiar serenamente la mejor forma de renovar el pacto constitucional.
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