Es sabido que en 1980 no hubo registros ni tribunales electorales independientes, y tampoco un debate público digno de ese nombre. También es sabido que la Junta Militar empleó una retórica refundacional que repercute hasta nuestros días. Se aludió a la Independencia, a Diego Portales y se invocó un supuesto poder constituyente originario, el mismo que hoy embriaga a esa izquierda que anhela una refundación de signo contrario (volveremos sobre esto). Como ha señalado Joaquín Fermandois, “al plebiscito y a la Constitución les perseguiría siempre este origen pecaminoso”.
Sin embargo, nunca estará de más recordar que el texto de 1980 jamás rigió como tal en la transición. De hecho, su articulado central no entró en vigor ni antes ni después del retorno a la democracia. Mientras en 1981 solo comenzaron a aplicarse sus disposiciones transitorias, en 1989 la oposición democrática y el régimen de Pinochet acordaron más de cincuenta reformas, incluyendo la eliminación del polémico artículo octavo, que proscribía al PC.
Estos cambios fueron ratificados en el masivo referéndum de julio de 1989, con el 91,25% de los más de siete millones de votos, y con un porcentaje de participación electoral sencillamente impensable en la actualidad. Cuando Patricio Aylwin entró a La Moneda, no regía el texto de Pinochet. Tampoco se trataba de una plena normalidad democrática. Como sostendría con cierta ironía Gonzalo Vial en 1996, “vivimos, luego, en una democracia protegida, y vivimos en ella porque así lo hemos querido”.
Conviene subrayar que fue el mismo Aylwin el gran articulador de esta evolución. Desde 1984, el expresidente impulsó la idea de aceptar como “un hecho” las reglas constitucionales, eludiendo “deliberadamente” el debate sobre su legitimidad. En ese gesto inicial está incubada toda nuestra transición.
Ahora somos muy proclives a mirar sus defectos y tareas pendientes —que sin duda existieron—, pero esa apuesta permitió una salida pacífica de la dictadura, una proeza de alta política y elogiada en todo el globo. Es más, puede pensarse que la estrategia de Aylwin interpretó un anhelo nacional. Allí no hubo traición, sino, más bien, conexión con el masivo sentir de un país que deseaba paz luego de varias décadas de confrontaciones fratricidas (cuya máxima expresión fueron las violaciones a los derechos humanos perpetradas por el régimen de Pinochet).
La correcta lectura de Aylwin se vio confirmada con su propia elección como presidente, y con las altas votaciones que recibieron en los noventa los partidos identificados con ese camino. Nada de esto es un invento, sino que se trata de la trayectoria política y constitucional por la que hasta hoy valoramos al expresidente, al punto que ha sido llamado, con toda justicia, “padre de la nueva democracia chilena”.
Debemos recordar también que los círculos políticos e intelectuales opositores a Augusto Pinochet no tardaron en reconocer que algo relevante había ocurrido en el plano de la legitimidad después del sendero recorrido desde mediados de los años ochenta. Por mencionar solo un ejemplo significativo, para Alejandro Silva Bascuñán —falangista, devenido en crítico de Pinochet y quizá el principal constitucionalista del siglo XX—, los eventos electorales de 1988 y 1989 transformaron “la imposición de un texto en una nueva estructura constitucional firmemente ratificada por la ciudadanía”.
Desde Edgardo Boeninger hasta Tomás Moulian, diversos actores públicos se pronunciarían en un sentido similar, con más o menos resignación según el caso. De este modo tomó forma la Constitución pactada y el consenso que la sustentaba, basado en la democracia republicana y la economía social de mercado como cimientos del orden político.
En todo esto de seguro influyó el contexto internacional —caída del Muro, fin de la historia y consenso de Washington—, y también las culpas del pasado: se trata de la misma generación que protagonizó el quiebre de 1973. La conciencia en torno a la fragilidad de la nueva democracia chilena naturalmente ayudó a valorar la apuesta gradual de Aylwin, incomprensible hoy para cierta izquierda frenteamplista, tal como a fines de los ochenta la postura del dirigente democratacristiano era inaceptable para los partidarios de la vía insurreccional.
Aunque hoy parezca anacrónico, considerando las circunstancias que vive el país, es indispensable reivindicar la evolución recién resumida por varios motivos. Por de pronto, ella pareciera haber sido sencillamente borrada de la memoria del establishment de izquierda. El fenómeno no deja de ser llamativo, porque la Carta aún vigente fue firmada no solo por Ricardo Lagos, sino también por Nicolás Eyzaguirre (exministro de Michelle Bachelet), Yerko Ljubetic (actual consejero del INDH), Yasna Provoste (hoy presidenta del Senado), Francisco Vidal (exministro de Lagos y Bachelet) y varios otros emblemáticos dirigentes de centroizquierda.
No es defendible, entonces, afirmar que vivimos en algo así como el Chile de Pinochet: por incómodo que suene, el país que estalló desde octubre de 2019 es en gran medida obra de la Concertación. Según revisaremos más adelante, esta curiosa amnesia política se explica en parte por el modo en que han permeado ciertas ideas de la nueva izquierda, cuyo maximalismo —no lo olvidemos— amenaza el éxito del actual proceso constituyente.
Nada de esto es trivial, pues una discusión constitucional fundada en equívocos de ese calado supone un enorme peligro. Uno de los motivos que justifican el proceso en curso es posibilitar una deliberación política amplia y democrática, pero una deliberación de esa naturaleza requiere ciertas disposiciones, y la honestidad intelectual es la primera de ellas. Si el proceso arranca de supuestos falsos, eso inevitablemente contaminará todo el debate.
*Este texto es un extracto del primer capítulo del libro Tensión constituyente. Estado, gobierno y derechos para el Chile postransición (IES 2021).
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