He estado un par de veces con Irina Karamanos. No he tenido más que conversaciones breves y amables, pero algunas personas que quiero y aprecio —y que la conocen más de cerca— confirman mi impresión de que Irina es una mujer inteligente, bella y culta que sabe de lo que habla, pero también sabe escuchar. Su curriculum confirma que ha estudiado muchas cosas distintas, arte, antropología, educación y ha vivido en muchas partes, cosa que posibilita su perfecto uso y conocimiento nativo de varios idiomas partiendo por el complejísimo alemán.
Creo que quizás este último hecho sea la clave del “error administrativo” —o del “horror administrativo”— que la tuvo en la hoguera esta semana. Le sobra universidad, posgrado, millas en la aerolínea y le falta calle, vereda, plaza o rotonda por lo menos. Quiere hacer política sin ensuciar sus gráciles manos.
Las otras dos primeras damas que he conocido de cerca, Luisa Duran y Marta Larraechea, eran animales políticos tanto o más curtidos que sus esposos. Dos mujeres de una inteligencia indudable, pero también de unas ganas de vivir, pelear y reír (en el caso de la Martita) que no dejaba de sorprender a los que esperaban encontrarse solo con “la esposa de”.
Las dos sabían de las fuerzas, pero sobre todo de las debilidades de sus maridos y sabían suplirlas y usarlas para sus propios proyectos, algunos tan importantes como Prodemu, el Min o el programa Sonrisa de mujer. También conocí de cerca a Tencha Bussi de Allende y nadie podría negar que su papel en la historia de Chile está a la altura de su marido. Ejemplo de valor y visión, de alguien que sin decreto a su nombre hizo política y de la grande y que quizás la nueva primera dama debería haber empezado por reconocer y homenajear como Chile no lo ha hecho todavía.
Todas estas primeras damas, conocían el país hasta el final, hasta las suelas de sus zapatos que gastaron haciendo campaña con sus respectivos presidentes. No eran ni primeras, ni damas; eran mujeres que vivían en la y por la política, pero tenían acceso en su condición de esposa, a la cocina, el vestidor, el patio trasero, que es donde siguen pasando las cosas que verdaderamente importan en una casa.
Eran la idea, perfectamente viva en este país que no quiere asumir lo monárquico que es, que La Moneda es también una casa con su propia cocina, vestidor y patio trasero. Que el poder lo ejercen hombres y mujeres que tienen dramas y ganas y dolores y placeres de cualquier ciudadano. Eso explica quizás que las mejores democracias del mundo sean casi todas monarquías constitucionales. Porque la monarquía lejos de alejar el poder, lo acerca, lo hace comprensible, humano, real, lo hace tocable.
Cualquiera que haya hecho campaña sabe lo esencial que es poder tocar a los poderosos. Entiende la esencia misma del tacto, del olfato como una forma de comprenderse en el líder, de asumir como familiar esa jerarquía que, de otra forma se vuelve burocrática e impersonal, es decir tiránica e invivible.
Es eso lo que hace necesario figuras como la primera dama. Irina tiene el porte y la efigie de una reina, o al menos de una princesa. Rechazó el peso de la corona porque era demasiado para ella. Las redes interpretaron el hecho al revés, como si quisiera ser más que una reina. La transformaron en María Antonietta, que por lo demás tampoco quería ser reina y soñaba con hacer de pastora de ovejas con otros cortesanos, también vestidos de pastores de ovejas (algo cercano al imaginario de muchos en el FA).
El “error administrativo” fue justo este malentendido, al poner su nombre en vez del cargo, convirtió el nombre en cargo dándole atribuciones imposibles y poderes desmesurados, todo por querer ser y no ser, como un Hamlet cualquiera.
Problemáticas trans, problemas de lenguaje, equidad de género que ya tiene su ministerio, además de perspectiva de género. Al fin y al cabo, le importó demasiado la opinión de su generación, la de los hermanos chicos de Camila, Giorgio y el propio Boric.
Una generación de 25 a 30 años, que enfermos de posgrados y de funas, disolvió todas las instancias de poder que alguna vez asumió (empezando por las federaciones estudiantiles). Una generación castrada y castrante que no entiende que pegotear minorías no es construir mayorías. La generación que recibió el poder regalado y por eso mismo no saben lo que vale y para que sirve. Una generación, que ha contagiado en gran parte el debate de la Convención que mira a Chile desde fuera, desde Londres para ser exacto, y siente que cosas como las primeras damas no son compatibles con el siglo XXI. Como si XXI no fuera más que una cifra que jugar en el casino.
Repetimos tanto que Chile cambió, que a la generación de Irina no les quedó otra que creérselo. Pero la verdad es que en los países todo puede cambiar menos el país mismo. Quizás porque está compuesto de humanos y los humanos sí que no cambian. O al menos no mejoran, quizás porque son de alguna manera inmejorables.
La institución de la primera dama es tan anticuada y absurda como la humanidad misma. Los millones de mujeres que viven en parejas, de hecho o no, que cuidan niños ajenos o propios, quieren un espejo en que mirarse. Al romperse ese espejo queda desnuda la torpeza de las instituciones cuando nadie quiere encarnarlas cabalmente. Por suerte, como le sucede al resto de un gobierno que incurre en este mismo error casi diariamente, Irina es joven e inteligente y puede aprender y comprender. Porque, convengamos, no hay una escuela más exigente que el poder. Aunque esta escuela tenga un solo ramo obligatorio: historia de Chile.
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