El lunes la ciudadanía finalmente conocerá la lista de candidatos al Congreso y la pregunta que emerge es ¿cuál será su oferta?. Lo más probable es que una primera pulsión de muchos sea acercarse o identificarse con una marca más grande (como los candidatos presidenciales), pero los tiempos y el sistema electoral proporcional corren a contrapelo de esa tendencia (si no, pregúntenle a la Lista del Pueblo).
Hoy el elector no sigue los llamados de los partidos, muy por el contrario, los ignoran o rechazan. Los eslóganes no les bastan y los datos les resultan poco confiables, a menos de que el emisor sea afín a su forma de ver la vida. Como si fuera poco, el aislamiento que sufrimos durante las cuarentenas ayudó a inflar el efecto burbuja de las redes sociales, donde, por obra y gracia del algoritmo, solo recibimos información que confirma nuestros sesgos, logrando exacerbar nuestros patrones identitarios. Bajo este contexto, ¿cómo se aproxima un candidato a estos votantes? Ya no vale el “llamado a votar por…” ni corre el “traspaso de votos”. Vivimos una oleada de subjetividad que golpeó el sistema partidista y trizó el ideario político convirtiéndolo en decenas de islas.
En este cuadro lo primero a entender es que la subjetividad no aspira a la coherencia, por eso a diario vemos actitudes contradictorias en la ciudadanía. El 2019 el Consejo para la Transparencia realizó un estudio donde el 76% de los encuestados declaraban sentirse mal tratados por el Estado. ¿Cómo se explica que dos años después dichos encuestados quieran entregarle la propiedad de sus ahorros al Estado? ¿Cómo se entiende que la misma persona que el viernes reclama en contra del modelo capitalista en Plaza Italia, esté al día siguiente comprándose unas zapatillas de marca en el mall? A la derecha, por su forma lineal de ver la vida, estas contradicciones les rompe la cabeza. Pero hoy la mayoría de los chilenos concuerdan con la frase que alguna vez dijo Carlos Caszely “no tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso”.
Esta disociación -propia de la condición humana por lo demás- es abono para que surjan tensiones entre grupos sociales que se conciben como mutuamente excluyentes. Los vegetarianos no aceptan compartir mesa con los carnívoros y los evangélicos no toleran bailar con alguien de la comunidad LGTB. Esto produce que las identificaciones se radicalicen y que con cada vez más frecuencia la ciudadanía opte por votar a alguien que defiende su causa puntual… como si hubiesen muchos Chiles de Arica a Magallanes.
Y es que a mayor subjetividad, más difícil resulta encontrar un símbolo común. Eso explica, en parte, la vandalización al monumento de Baquedano, al memorial de los detenidos desaparecidos y el robo de las cenizas de la madre de Jaime Guzmán. Asimismo permite comprender la actitud de algunos ciudadanos que no se identifican con la bandera y de un grupo de constituyentes que optan por no cantar el himno y reniegan de la república que les permitió acceder a los cargos que hoy detentan.
Una de las demandas que ejerce nuestra subjetividad es la de controlar lo que le rodea. Es desde este ángulo donde el mercado asoma como una amenaza para algunos, pues su mayor cualidad es que es libre e indomable. Por este motivo un grupo siente la necesidad de centralizar algunas decisiones, como forma de contrarrestar a este mercado caótico, ininteligible, voraz, insensible y cruel. De este conflicto se alimenta la corriente estatizadora, pues pasa a ser la alternativa que está a la mano (en las urnas) para controlar a este “capitalismo salvaje” ¿Vale la pena correr el riesgo, aún a sabiendas de los graves defectos y falencias del Estado?
Según algunos constituyentes, lo vale, pues las principales propuestas de los bloques dominantes dentro del hemiciclo apuestan a otorgarle más poder al Estado por sobre la ciudadanía. Por ejemplo, que la gestión de los recursos naturales, la educación de niños y niñas y las prestaciones de salud dependan exclusivamente del sistema gubernamental, es decir, de los políticos de carrera.
¡Vaya paradoja!, los constituyentes independientes a quienes la ciudadanía eligió para dejar fuera a los políticos profesionales, hoy son quienes proponen traspasar más poder al aparato estatal. Sin ir más lejos, algunos proponen que el Estado posea una constructora. Las empresas chilenas, grandes y pequeñas, son un ejemplo del buen construir en el continente …¿qué podrían aportar los políticos a esta industria?
Si se concentra la construcción en unos pocos, habrá menos desarrollo inmobiliario, menos oferta de viviendas y por ende un alza en sus precios. La ciudadanía accederá a menos alternativas, pagará de más y se disparará el déficit habitacional. El único ganador será la maquinaria política, que contará con un nuevo bolsón de dinero para repartir cargos y sueldos entre sus fieles operadores. Los mismos que en los últimos 30 años, de acuerdo al Consejo por la Transparencia, protagonizaron casos de corrupción que superan los $380 mil millones, que equivalen a construir 35.000 viviendas sociales o 39 colegios de excelencia.
A partir de mañana los candidatos al Parlamento tendrán un complejo desafío. Deberán vincularse con un electorado que atraviesa un profundo proceso de individuación y donde el imperio de la subjetividad genera preferencias incongruentes y difíciles de comprender. Es en esta extrema confusión donde aumentan las probabilidades de que los ciudadanos terminen eligiendo aquello que precisamente en un comienzo querían evitar, tal como le sucedió al personaje de Michael Corleone, cuando en el afán por limpiar el nombre de su familia terminó destruyéndola por completo.
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